Dra. Rosario Álvarez Martínez

En primer lugar, quiero agradecer al Sr. Alcalde y a toda la Corporación municipal el haber sido designada PREGONERA de las Fiestas del Ssmo. Cristo de La Laguna 2018, por el gran honor y distinción que se me ha conferido, al encomendarme nada menos que la gran responsabilidad de anunciar en esta última noche de agosto, a punto ya de entrar en el tan deseado mes de septiembre, estas emblemáticas y tradicionales fiestas, una de las más antiguas y señeras del Archipiélago, dedicadas a la imagen cristológica que más devoción ha despertado a lo largo de los siglos en Canarias, honor que me ha llenado de orgullo al compartir con muchos de mis coterráneos esa fervorosa veneración.

Y quiero agradecerlo aún más por ser una persona que, como bien se sabe, ha vivido en Santa Cruz desde siempre. Pero, lo que muy pocos saben, es que nací aquí en La Laguna, en la céntrica y comercial calle de Herradores, porque en esta población vivía mi abuela y mi familia materna. De hecho, mis padres, tías y tíos se casaron en el Santuario del Cristo, lo que crea ya un vínculo con la imagen y su entorno. Y aunque mi domicilio estuvo y sigue estando en la vecina ciudad, toda mi vida se ha desarrollado a caballo entre estas dos poblaciones tan cercanas que para mí son complementarias en todos los sentidos, pues ambas han marcado mi personalidad y mi diversificada vocación.

Desde que tengo uso de razón conocí por igual ambas ciudades, porque mi padre nos traía a mis hermanas y a mí muchas tardes a la casa de mi abuela situada en la calle Marqués de Celada, la antigua calle Empedrada, donde vivía con mis tías en una casona antigua con patio empedrado y jardín, que cuidaba con mimo. La casa tenía ventanas con postigos a la calle, por donde observábamos pasar a los transeúntes y ellos no nos veían, y en varias ocasiones vimos pasar por la acera procesiones en miniatura elaboradas y conducidas por niños, una de ellas con el Cristo lagunero. Los tronos los constituían cajas de zapato creo y no recuerdo cómo estaban elaborados los restantes elementos, salvo que llevaban imágenes pequeñitas, al igual que velas, candelabros y jarrones con flores adaptados a esas diminutas dimensiones. Mucho más tarde vine a saber que el promotor de tal evento había sido el sacerdote don Pedro Juan García Hernández, fallecido hace ya unos años, quien fue párroco de la iglesia de Ntra. Sra. de la Esperanza en El Rosario y llegó a ser canónigo de nuestra catedral. Y es que en aquella época algunos niños y jóvenes emulaban lo que hacían los mayores en este sentido, predispuestos ya algunos a seguir la carrera eclesiástica.

De esas estancias cortas o largas en La Laguna, pues también veraneamos unos años en el Camino del Rayo y en otros lugares de la Vega, datan mis primeros recuerdos de la festividad del Cristo, que entonces era para mí solo una fiesta externa, en la gran plaza, a la que me llevaban mis padres y otras veces mis tías, para convertirme a partir de los diez o doce años más o menos en la responsable de mis hermanas y primos en estos menesteres lúdicos que los mayores, ocupados en otras tareas, empezaban a depositar en mí, al ser la mayor de toda la tropa. En aquella época a todos los niños nos encantaba corretear por la plaza de piso de tierra adornada con sus arcos de madera formando calles, una plaza que nos parecía inmensa, con su templete de mampostería en el centro, al que subíamos y bajábamos con tanta facilidad. Los farolillos en largas hileras coronaban todo este entramado de la fiesta popular, configurado por todos aquellos puestos de turrones, de variadas golosinas, de churros, papas fritas, huata, que despertaban el olfato de todos nosotros. Porque la fiesta popular no solo era colorido, música interpretada por parrandas que de cuando en cuando cruzaban la plaza (más tarde ya altavoces ¡claro!) o bullicio, sino también olores, como el de la carne de cochino adobada que se servía en los típicos ventorrillos situados en el Camino de las Peras, con sus mesas y burras de madera y sus típicos manteles a cuadros rojos o azules. También recuerdo las carreras de sortijas, con los caballos corriendo a lo largo de la zona posterior de la plaza, viejísima costumbre que venía del siglo XVI, aquí al menos, y que a nosotros nos dejaba impactados. Este juego de destreza y habilidad era un valioso vestigio de la fiesta popular renacentista y barroca, en la que los toros, los juegos de cañas y las comedias eran inseparables de las mencionadas carreras de caballos, que fueron sustituidos después por bicicletas.

Y qué decir de toda la parafernalia de la feria, con los caballitos del tío vivo, las norias y cochitos, artilugios mecánico-eléctricos, que empezaron a llegar más tarde y a los que todos queríamos subir, o también las tómbolas y las casetas de tiro… En fin, de esta parte lúdica de la fiesta que era la que hacía las delicias de niños y adolescentes me llegan aún algunos retazos a la memoria, que fueron truncados al trasladarse mi abuela a vivir a Santa Cruz. Ya de joven y estudiante en la Universidad subía a la fiesta la víspera exclusivamente para ver los fuegos del Risco, bellísimo espectáculo de luz y sonido con su estupenda traca final, alejándome al finalizar estos de toda aquella barahúnda que seguía teniendo la plaza con variadas atracciones que desde el punto de vista sonoro eran para mí cada vez más molestas, al estar inmersa ya por esos años en otro tipo de sonoridades. Pero nunca me olvidaré de esa inmensa algarabía que se fue acentuando con el tiempo y que ponía como ejemplo a mis alumnos cuando tenía que explicar la maravillosa música de feria ideada por Igor Stravinsky para su ballet Petrushka, en la que se pueden identificar los distintos elementos que en ella colisionan: vendedores ambulantes, el organillo de un ciego, domadores de animales, colectivos de criadas, tío vivo y sobre todo las marionetas protagonistas de la historia. La plaza del Cristo en esas fechas, y antes de la llegada de los altavoces, resumía perfectamente este bullicioso ambiente que quiso retratar el músico ruso, superponiendo distintos mundos lingüísticos que el paseante recogía como un totum revolutum confuso y aturdidor. Pero ¿dónde quedaría la alegría de una feria sin todo lo que conlleva el mundo sonoro?

En cambio, poco recuerdo sobre la parte religiosa de aquellos años, ni siquiera la procesión, núcleo fundamental de esta fiesta que encierra el momento cumbre del año en que todos los devotos del Cristo lagunero se vuelcan en su amado Señor para acompañarlo, dar gracias por los favores recibidos y contribuir con su presencia y sobre todo con la oración colectiva a mantener su culto, un culto que se dice perdura desde hace casi 500 años, aunque no existan documentos fidedignos que corroboren este aserto.

Al hilo de las lecturas que he tenido que hacer para preparar este pregón, me he dado cuenta de que tanto la llegada de la imagen a La Laguna como su autoría y los comienzos de esta arraigada devoción, no están confirmados con certeza, al no haberse encontrado documentos que prueben las hipótesis más o menos verosímiles que prestigiosos historiadores del arte barajan, aunque el origen flamenco de la talla esté ya suficientemente demostrado, porque sus características estilísticas hablan por sí mismas. Naturalmente yo en ello no voy a entrar, porque no soy especialista en estos temas, pero sí quiero decir que a mí me parece hermoso que estas cuestiones no se hayan verificado o aclarado del todo, porque ello le confiere a la imagen un atractivo halo de misterio que ha contribuido a propagar su devoción, reforzada con el paso de los siglos por sus numerosos milagros, recogidos los más antiguos por el padre provincial de la orden franciscana fray Luis de Quirós en su libro Milagros del Cristo de La Laguna en la fecha de 1612. Esta fecha no es lejana de aquella de 1576 en que aparece por primera vez la mención de esta imagen en las actas del Cabildo de la isla, donde se le denomina el “Crucifijo de Santa Clara”, puesto que eran las monjas franciscanas las que lo custodiaban desde 1547, al haberles cedido sus hermanos de regla su cenobio de San Miguel de las Victorias, mientras se fundaba y edificaba el suyo propio en la calle del Agua. Los frailes se habían trasladado entre tanto al hospital de San Sebastián que estaba al otro lado de la misma plaza y tuvieron muchos problemas para poder regresar a su convento, al dilatarse más de los previsto la marcha de las monjas.

En las citadas actas del Cabildo donde se habla de nuestro Cristo lagunero por primera vez, se hace con motivo de la urgente venida de la Virgen de Candelaria a La Laguna a causa de una sequía pertinaz. Era entonces el último año de estancia de las monjas en el convento de San Miguel, por lo que se solicita el permiso para sacar al Crucificado tanto al padre guardián de los franciscanos como a la madre abadesa de las clarisas, porque en aquellos momentos las monjas seguían todavía allí. Con la procesión del Cristo y de la Virgen las lluvias volvieron y la sequía finalizó ante la alegría general por el evidente milagro. El investigador Lorenzo Santana es quien nos da cuenta de este documento y más recientemente de otros extraídos del Archivo Histórico Nacional y del Archivo de la Inquisición del Museo Canario que demuestran que hasta esas fechas tardías de la década de los setenta del quinientos la devoción popular al Cristo no había prendido aún.

Es, pues, en un entorno femenino donde la devoción se impone, quizás propiciada también por el suceso extraordinario que vivió Sor Almerina de la Cruz que, según se cuenta, vio durante varias noches seguidas unas luces misteriosas en la capilla del Cristo cercana a su celda, que lo iluminaban todo, y difundió el hecho como algo sobrenatural, pensando que el Cristo deseaba un culto más exigente y especial. Fuere este hecho real o no, lo cierto es que ya en la década de los ochenta la devoción a esta imagen cobra auge debido tanto a que se requiere su obligada presencia en las rogativas tendentes a erradicar las plagas de langosta o la sequía, sino también a la bula papal que los franciscanos obtuvieron en 1587 por la cual la capilla mayor del convento equivalía en cuestión de indulgencias a la basílica romana de San Juan de Letrán.

Es a partir de entonces cuando los documentos notariales muestran cómo la piedad femenina se vuelca en el Cristo lagunero, apareciendo mandas testamentarias con diversas donaciones para su culto o para su ajuar litúrgico, como un velo de tafetán negro para cubrir la imagen en el caso de Catalina de Baena en 1580, dos candeleros de plata y un paño labrado de hilo de oro y plata para su altar en 1609 por parte de Francisca de Lugo, nieta del Adelantado; candelas, aparte de velar la imagen por días enteros en 1622 si nos referimos a una tal Juana Suárez, o incluso la donación de unas tierras en el Rosario para que la cofradía se ocupara de pagar el aceite necesario para tener encendida día y noche una de las dos lámparas de plata que tenía el Cristo, en el caso de María de Párraga en esas mismas fechas del seiscientos. En todos ellos aflora esa devoción femenina que irá in crescendo a partir de esos momentos. Eran los tiempos en que existía una cofradía mixta, de hombres y mujeres, que se extinguió al fundarse en 1659 la Esclavitud, formada exclusivamente por hombres de las altas clases sociales, como todos saben. De todas formas, la implicación de las mujeres a lo largo de los siglos va mucho más allá de lo que acabo de consignar. De ellas tan solo quiero añadir el arrojo y valentía que tuvieron al salvar de entre las llamas todos los objetos de culto y alhajas que pudieron en aquella aciaga noche del 28 de julio de 1810 tras declararse el pavoroso incendio que destruyó el convento de San Miguel de las Victorias para siempre, mientras los hombres se ocupaban de atajar el fuego en el edificio.

¡Qué diferentes todas estas mujeres, piadosas y valientes, de aquellas que coquetas y lujosamente ataviadas, solas o en cuadrillas, recorrían por la noche la extensa plaza o Patio del Cristo la víspera de la fiesta en la segunda mitad del siglo XVIII. Eran las tapadas, llamadas así porque ocultaban su identidad tras el rebosillo o una máscara para coquetear con los galanes y hombres de cierta edad que también frecuentaban ese recinto, a quienes les sacaban todo tipo de obsequios y prendas en un juego de seducción poco edificante, según cuenta Rodríguez Moure. Pertenecían al parecer a las clases sociales más elevadas, que “enclaustradas” en sus nobles viviendas durante todo el año veían esta diversión como una vía de escape para alejarse del aburrimiento en el que estaban sumidas.

Pero dejemos a las mujeres, a las que he traído aquí con propósito solidario, y hablemos del culto al Cristo de La Laguna que los frailes se esforzaron, siempre que pudieron, en que fuera digno de tal devoción y para ello propiciaron que las ceremonias que se le dedicaban, no solo en torno a la festividad y su octava, sino también todos los viernes del año, fueran extremadamente solemnes y brillantes.

Cuando hablamos de brillantez, solemnidad y boato en las ceremonias litúrgicas, a qué nos estamos refiriendo? A la propia liturgia que ya tiene un rito establecido? a los sermones? al número de velas o de flores en torno a una imagen? Es verdad que todo eso, más los ornamentos y vasos sagrados contribuían a dar esplendor, pero también es cierto que a la solemnidad de un culto contribuía sobre todo la MÚSICA. Desde la Edad Media todo acto litúrgico era cantado de forma monódica, es decir, en canto llano, que podía ser en su forma más simple de cantilación o de salmodia para textos largos y para los salmos o en su forma melódica más desarrollada como era el canto gregoriano del rito romano. Para este rito se llegó a crear un corpus de miles de melodías, que clérigos y monjes de todo el orbe cristiano estaban obligados a aprender y memorizar para cantarlo tanto en la Misa como en el Oficio Divino, un corpus que ha llegado hasta nuestros días y que constituye uno de los grandes patrimonios musicales de la Humanidad. Cada día y cada festividad del año tenía su propia música, que fue enriqueciéndose más tarde con la presencia de la polifonía, sencilla como la aplicada al canto de los Salmos, el llamado fabordón, o ya más compleja como las obras de cantus firmus, parodiadas o parafraseadas renacentistas o las corales y policorales barrocas, que embellecían y le daban prestancia a las solemnes misas de festividades mayores. Y, aunque los templos de La Laguna no tuvieron una capilla de música con cantores e instrumentistas especializados hasta que no se instituyó la catedral en 1819, es muy posible que en los conventos los frailes y las monjas estuvieran instruidos en el arte polifónico y realizaran piezas de mayor o menor dificultad en los días de determinadas advocaciones y de sus santos titulares. Estoy segura de que al Cristo, a nuestro Cristo, nunca le faltó buena música los 14 de septiembre, ni en sus Vísperas ni en su Octava, porque tanto la comunidad franciscana como mucho más tarde la Esclavitud se preocuparon siempre porque así fuera, aunque las informaciones que sobre ello nos han llegado sean ya del siglo XIX. Bien es verdad que hemos localizado varias noticias anteriores sobre el interés que los provinciales tenían en que sus frailes aprendieran a cantar para hacerlo en sus obligadas asistencias al Oficio Divino en varios momentos del día y en la misa de diario, y para ello daban instrucciones precisas al vicario de coro o a otros responsables en este sentido, lo que demuestra que en cada comunidad religiosa la oración común era cantada y no rezada, y por supuesto las misas de los viernes del Cristo y el Nombre así se hacían.

Para la realización de esta música era extremadamente necesario la presencia de un órgano en las iglesias, que diera el tono, que acompañara a las voces en su deambular melódico, que alternara con el coro en los versos de Salmos y cánticos evangélicos y que interpretara cortas piezas a solo en determinados momentos de pausa litúrgica, además de realizar alguna de estas funciones en ciertas procesiones como en la del Corpus y también en la del Cristo. Por ello, las sucesivas iglesias que se iban levantando en esta población se aprestaban a adquirir uno o dos instrumentos, una vez finalizada su capilla mayor y comenzado el culto en ella. Con el paso de los siglos los instrumentos se fueron sustituyendo por otros nuevos más modernos, mayores o de mejor calidad. Y fue así como La Laguna antes que ciudad universitaria se convirtió en la ciudad de los órganos de tubo y de la música religiosa, debido a que aquí se levantaron dos grandes templos parroquiales y nada menos que cinco conventos -tres masculinos y dos femeninos- con sus respectivas iglesias, además de dos hospitales con sus capillas, lo que significa que el número de instrumentos en esta ciudad de forma simultánea pudo oscilar entre 8 y 15 en el curso de los siglos, pues varios templos tuvieron en determinadas épocas hasta tres instrumentos con usos diferenciados. En ellos, y todos los días, se podía escuchar música litúrgica con acompañamiento organístico, que según la festividad y las habilidades del organista de turno podía ser de mejor o de peor calidad.

Y tan indispensables eran estos instrumentos que desde la temprana fecha de 1506 se estableció aquí en La Laguna un constructor de órganos portugués, Pedro Dias Coutinho, posiblemente llamado por aquellos clérigos de la misma procedencia, “muy ignorantes” según la expresión de Viera y Clavijo (Historia, vol. II, p. 640), que estaban al cuidado de la primera parroquia de la ciudad, Santa María de la Concepción. El Adelantado le dio a Coutinho unas solares en la Villa de Arriba, “en la calle que mira a Tacoronte”, y allí debió abrir su modesto taller de organería y construir algún órgano para esta iglesia, de lo que no tenemos confirmación documental. Asimismo, debió hacer otro para el templo de los Remedios, actual catedral, porque se constata la presencia de un órgano de este templo en sendas procesiones de los años 1526 y 1532, esta última motivada por la victoria del emperador Carlos V sobre los turcos, que tenía que finalizar en el convento franciscano de San Miguel de las Victorias donde se diría una misa con sermón. No se sabe si la imagen del Cristo, de “nuestro Cristo” estaba ya en él, pero sí queda claro que por entonces no recibía el culto ni la devoción que más tarde tendría, pues el Crucificado que procesiona y se lleva al convento franciscano en un acto tan importante y solemne para la ciudad es el del convento agustino del Espíritu Santo:

Se ordenó que el domingo se haga una proçesión, que salga de la yglesia de Ntra.Sra. Santa María de los Remedios, a do se junten las cruzes, e allí en la dicha yglesia sea el cruçifixo que está en el monesterio del Espíritu Santo y unos hórganos manuales e ende se junten toda la clerezía e frayles de las hórdenes e cofradías, con sus cruzes e la Justiçia e Regimiento y todos los caualleros y vezinos e moradores, varones e mugeres e niños e de ay salgan con mucha reuerençia e devoçión por horden, e todas las personas que concurrieren lleuen candelas en las manos y vayan al monesterio de Sr. Sant Miguel de las Victorias, donde se diga misa e sermón…

Acta del Cabildo de Tenerife en Leopoldo de la ROSA y Manuela MARRERO: “Actas del Cabildo de Tenerife vol. V, 1525-1533”, en Fontes Rerum Canariarum XXVI. La Laguna, Instituto de Estudios Canarios y C.E.C.E.L, 1986, p. 382.)

Dias Coutinho vivió en La Laguna hasta 1521, fecha en la que fue llamado a Las Palmas por el cabildo de su catedral para construir dos instrumentos para este templo, en el que permaneció unos años como afinador de órganos y relojero. Cuando la catedral decide hacer otros dos instrumentos mayores en 1527, haciendo venir de Flandes a un organero de esa procedencia, Coutinho abandona Gran Canaria y pasa a Lanzarote y Fuerteventura, donde construye sendos instrumentos para sus iglesias parroquiales. Pero poco más tarde, en 1533, lo encontramos de nuevo aquí, en La Laguna, fecha en la que hace testamento y reconoce haber realizado dos órganos para el convento franciscano de San Miguel de las Victorias de esta población, trabajo que aún le debían en la fecha de su testamento. Es, pues, este convento el primero del que tenemos constancia documental de haber encargado dos pequeños órganos a Coutinho, que los hará en colaboración con su hijo Baltasar de Armas, quien adoptó el apellido de su madre, posiblemente por ser su padre judío converso.

Coutinho no solo formó a su hijo en el oficio de construir órganos, sino que también lo enseñó acis instrumentosental de la adquisicitos.l p a tocar el instrumento, de tal manera que al morir lo sustituirá como organero aquí en Tenerife y en otras islas y como organista en la catedral de Las Palmas, donde ejercerá esta profesión hasta su muerte en 1572. A Baltasar de Armas se le deben dos pequeños órganos para la parroquia de la Concepción de esta ciudad -estos sí que están documentados-, que realizó en 1545, así como los del convento del Espíritu Santo de frailes agustinos que entregó en 1548.

Ya más tarde, en 1565, el organero peninsular Francisco Mesquita, de paso por Tenerife, construirá el órgano del convento dominico, de tal manera que los templos erigidos hasta entonces quedarán provistos del tan necesario instrumento. Serán, pues, estos los primeros órganos existentes en La Laguna, que van a llenar de sonido y de música estos recintos con la intervención de los organistas que se irán formando aquí o que vendrán de fuera. En la siguiente centuria se dotarán las iglesias de los conventos femeninos, que por lo que sabemos no pudieron afrontar muchas sustituciones y mejoras, sino tan solo una en el curso de tres siglos.

Sí, en cambio, pudo realizarlo el convento de San Miguel de las Victorias, sede del Cristo, que ya en 1627 apalabra con el organero peninsular Juan Ramírez de Villareal, de paso también por la isla, un instrumento grande con ocho registros, dos de ellos de lengüeta, lo que significaba que la música que se pretendía interpretar en él ya no se limitaría a un mero acompañamiento o a piezas de poco calado artístico, sino a las nuevas obras del Barroco para lo que era necesario entender de registración y combinación de timbres, conocimientos que debía tener el organista. Eran ya nuevos tiempos.

El instrumento de Villarreal, que estuvo en uso durante todo el siglo XVII, fue muy afectado por el aluvión de 1713, por lo que pese a los arreglos que se le hicieron no quedó más remedio que mandar a construir otro instrumento en 1732 con solo seis registros, porque no había más medios económicos en aquel momento. Treinta años más tarde el esclavo del Cristo, Francisco Rodríguez Linares deja a su muerte la cantidad de dinero necesaria para comprar un órgano pequeño que sirva “para las misas de los viernes, Nombres y demás festividades del dicho Santísimo Cristo”, con independencia de que también los frailes pudieran hacer uso de él en los oficios diarios.

Y con estos instrumentos llegamos a la infausta noche del 28 de abril de 1810, en la que un voraz incendio destruirá el convento y con él el órgano grande que estaba en el coro de la iglesia, que fue justamente por donde se originó el fuego, al parecer. Sin embargo, el pequeño debió salvarse, quizás porque se pudo sacar o quizás porque estaba en alguna dependencia que fue menos afectada por las llamas. Lo cierto es que se cita en los inventarios desamortizadores de los años veinte del siglo XIX.

Habrían de transcurrir varias décadas antes de que el nuevo Santuario del Cristo, el actual, fuera dotado con un instrumento en condiciones para ejercer sus funciones dentro de la liturgia. Como puede comprenderse, los avatares que sufrió la comunidad franciscana con la ley de Mendizábal impidieron adquirir para el Cristo un nuevo órgano, por lo que durante décadas debemos suponer que hubo de conformarse con el pequeño instrumento de los años sesenta del setecientos. Será ya en la tardía fecha de 1862 cuando el mayordomo y capellán del Santuario el exclaustrado fray José María Argibay encargue un órgano nuevo a Londres, al taller de William M. Hedgeland, la misma factoría que poco después enviaría los instrumentos de las parroquias de Ntra. Sra. de la Luz de Guía de Isora y de San Juan Bautista de la Rambla. Es este el órgano que se encuentra actualmente en el coro de la Iglesia: un órgano pequeño de caja funcional y sin ornamentación alguna, que tan solo cuenta con cinco registros y un pedalero incompleto de 18 notas, por lo que su función se limita a servir de acompañamiento al canto y a interpretar algunas piezas litúrgicas de corto alcance.

Al ser también capellán del convento de las Claras el mencionado fraile José María Argibay, donó a este monasterio el órgano actual construido en 1863, pues veía la falta que tenían las monjas de un buen instrumento para la enseñanza y acompañamiento del canto y por supuesto para la buena consecución de la liturgia. Esta vez se lo encargó al organero mallorquín Antonio Portell y Fullana, que acababa de finalizar el gran órgano neobarroco de la catedral de Las Palmas de Gran Canaria, que se inauguró en febrero de ese año. El de las Claras lo fue unos meses después, el 8 de diciembre, día de la Inmaculada Concepción.

Y es curioso que siendo La Laguna la ciudad de Canarias que más organeros tuvo en el pasado, pues después de Coutinho se establecieron aquí Juan Bautista Ramos, el catalán Alejo Alberto, Nicolás de Arias y sobre todo Antonio Corchado, no haya quedado ningún instrumento de esos constructores, ni tan siquiera de este último, que llegó muy joven de Córdoba a finales de la década de los sesenta del setecientos para abrir taller en esta ciudad, en la calle Fagundo, actual Cabrera Pinto, que realizó un gran órgano en 1771 para la parroquia de los Remedios que fue muy alabado, y más tarde otros para iglesias de esta isla, para algunas de Gran Canaria y para la de La Asunción de La Gomera, que aquí se casó y que aquí murió en 1813 y sin embargo ninguna obra suya se ha conservado en La Laguna lamentablemente. Y digo lamentablemente, porque el órgano que se conserva de él en la parroquia de Santo Domingo de Las Palmas es una de las joyas organísticas barrocas más preciadas con que cuenta aquella ciudad.

En compensación, La Laguna posee dos de los mejores instrumentos germanos que existen en Canarias, procedentes de las importaciones que se hicieron desde Hamburgo a lo largo del setecientos. Se encuentran en el convento de dominicas de Santa Catalina de Siena, que afortunadamente no sufrió los embates de la desamortización.

En cambio, los viejos templos de las dos únicas parroquias fueron dotados con órganos procedentes de Londres, cuando los vientos de la economía y del comercio isleño cambiaron de rumbo. La primera iglesia que se subió a la nueva ola, a la ola del órgano romántico, fue la de los Remedios, convertida desde 1819 en catedral. Tal y como hemos visto, en 1771 fue Corchado quien construyó para ella un nuevo órgano todavía barroco que fue muy alabadodo para el Cristo de Tacoronte en 1856. El de la catedral, mucho mayor, con dos teclados, pedalero yurante sus fiestas., pero a mediados del siglo XIX los canónigos consideraron que era insuficiente para la magnificencia que se quería imprimir a ciertas celebraciones, entre ellas las del Cristo, que siempre recalaba por el templo durante sus fiestas. Es por ello que se solicita un órgano a la empresa organera Bevington and Sons de la ciudad del Támesis, cuya calidad estaba demostrada por los premios que había obtenido en Exposiciones Universales y por haberse adquirido un instrumento de este taller en 1856 para la iglesia del Cristo de Tacoronte. El de la catedral se pidió mucho mayor, con dos teclados, pedalero y 20 registros, además de otras mejoras mecánicas. Se convirtió así en el mayor órgano de Canarias en aquel momento y su potencia sonora dentro de aquel viejo templo de los Remedios dio pie a ser calificado por el periódico El Guanche como el Leviatán de los órganos. Los santacruceros y las autoridades militares y civiles subieron en tropel a escucharlo y se quedaron maravillados por sus sonoridades. Situado hoy en la alta tribuna a los pies de la nueva iglesia catedral de 1913, no solo ha disminuido de tamaño visualmente, sino que sus sonidos ya no llenan las naves como antaño, porque los metros cúbicos del nuevo edificio han aumentado, pero aún así sigue manteniendo la calidad de sus voces.

Quedaba, pues, la parroquia de la Concepción por adaptarse a los nuevos tiempos, y lo hizo en 1904 con motivo de las obras de la iglesia. Se adquirió para ella otro órgano inglés, el tercero que tiene actualmente La Laguna, esta vez de un desconocido taller de W. Bate también de Londres, que vino a sustituir a un buen ejemplar del siglo XVII de Alejo Alberto, del que tan solo se conserva una fotografía.

Todos estos instrumentos han servido y sirven para tañerle al Cristo en su recorrido procesional por la ciudad. Los de los conventos, porque la procesión del día 14 por la tarde hace estación en ambos lugares, el de la Catedral, porque siempre interviene durante el Quinario y en la solemne función que allí se celebra, mientras que el de la Concepción, iglesia matriz pero la más lejana del Santuario, tuvo su oportunidad cuando la catedral se instaló allí mientras duraron las obras de reposición de la cubierta del templo de los Remedios. Los seis órganos que tiene La Laguna le han dedicado siempre su música al Cristo.

Sin embargo, los órganos no han sido los únicos instrumentos que han intervenido en el culto. Ya en la segunda mitad del siglo XVIII vemos cómo otros instrumentos tales como violines empiezan a participar junto al órgano en los actos más solemnes de ciertas iglesias tocados por cultos laguneros ejercitados en su buena ejecución. Existen ciertos testimonios de memorialistas sobre este particular que no voy a traer aquí para no alargar mi intervención. Tan solo quiero leerles un extracto de lo que escribiera el naturalista francés André Pierre Ledru en 1796 sobre la magnificencia del culto de la iglesia de la Concepción, que podríamos extrapolar a la iglesia del convento de San Miguel en los días solemnes de las fiestas del Cristo, porque sabemos que en ellas no se escatimaba nada que pudiera servir para adorar a Nuestro Señor:

“No he visto en Francia un culto tan pomposo ni iglesias tan ricamente adornadas como en La Laguna. Estuve en esta ciudad el 8 de diciembre, que era día de fiesta en la parroquia de la Concepción, y asistí a la ceremonia religiosa. Las paredes del templo estaban cubiertas de raso rojo; las escaleras del santuario del altar y del tabernáculo (de una altura de ocho metros) estaban revestidas de láminas de plata cincelada que reflejaban la luz de 800 cirios, sostenidos por candelabros también de plata. A la entrada del santuario se había levantado un altar con la misma pompa, sobre el cual estaba la estatua (imagen) de María, con una luna de oro en sus pies, la cabeza adornada con una corona de diamantes y vestida como la Madonna de Loretto, con un traje de tisú de oro que la cubría desde el cuello hasta los pies. Añadan a este cuadro vasos dorados enriquecidos con pedrerías, sesenta curas vestidos con telas de oro o plata, veinticinco o treinta de los principales habitantes cubiertos con capas de raso, sentados en banquetas forradas de terciopelo, una muchedumbre inmensa, un conjunto de músicos bastante bueno que ejecutaba las obras maestras de la música italiana, y ustedes tendrán una idea del culto exterior de La Laguna en las grandes solemnidades”.

André Pierre LEDRU: Voyage aux iles de Ténériffe, la Trinité, Saint-Thomas, Sainte-Croix et Poro-Ricco.(1796). Publicado en París en 1810. p.76.

Que en el Santuario del Cristo las grandes ceremonias debieron ser así, lo corrobora el hecho de que algunos obispos de finales del siglo XVIII amonestaban continuamente a los responsables por el boato que habían adquirido las fiestas, pidiendo un culto más austero, sobre todo en el gasto de la cera.

Pero sigamos con la música.

En 1819 tiene lugar un hecho trascendental para La Laguna, que fue la creación de la diócesis nivariense y el establecimiento de la catedral en la antigua parroquia de los Remedios, como es conocido por todos. Para el mundo de la música religiosa esto tuvo consecuencias importantes, porque en la noche de Navidad de ese año comenzaba su andadura la nueva capilla musical bajo las órdenes del maestro gaditano Miguel Jurado Bustamente, que antes lo había sido de la catedral de Las Palmas. En una isla que había carecido de capilla de música (grupo de cantores e instrumentistas, más uno o dos organistas, bajo la dirección de un maestro) a lo largo de sus tres siglos de historia, esto constituyó un revulsivo muy grande, pues ello suponía que los actos litúrgicos no solo iban a ser musicalmente ricos por las voces e instrumentos que iban a participar en ellos, sino que también se abría la posibilidad de que maestros o integrantes de la capilla crearan nueva música para este templo, como así fue y su archivo lo demuestra.

El acta capitular del 11 de febrero del año siguiente explicita los componentes de la capilla, que entre capellanes, cantores adultos y mozos de coro, organistas, violinistas chelistas y flautistas su número oscilaba entre quince y veinte, un grupo nutrido de músicos que nunca se había oído en las iglesias de esta isla. Que esta capilla participó en las festividades del Cristo es casi seguro, pues también bajaba a Santa Cruz a solemnizar la función de la Exaltación de la Cruz el día 3 de mayo, y allí quedaron muchas particellas de su archivo, que confirman este desplazamiento.

Entre los músicos que conformaban esta capilla se encontraba el güimarero, Domingo Crisanto Delgado Gómez (1806-1856), que tenía buena voz de tenor y que competía con el bajo José Sierra en el canto. Pero no era su voz precisamente lo que destacaba de él, sino sus aptitudes para la composición, que bien pronto descubrió en sus lecciones el maestro Miguel Jurado. Crisanto escribió mucha música tanto para el templo catedral como para el convento de Santa Catalina donde había profesado una hermana suya, de excelente voz de soprano. La poca atención que le prestaron los canónigos de entonces a su labor creadora, que no pagaban, ni atendían sus peticiones de ser nombrado maestro de capilla, hizo que este buen músico emigrara a Puerto Rico en 1836, en cuya catedral de San Juan trabajó como organista y sochantre los últimos veinte años de su existencia, después de haberse ordenado sacerdote. Allí era conocido como el padre Crisanto y adquirió fama por sus numerosas y estupendas partituras, que hoy se encuentran en el Archivo General de la nación. Y entre toda la producción religiosa que dejó aquí encontramos un Motete dedicado al Ssmo. Cristo de La Laguna para una y dos voces con acompañamiento de piano y texto de su autoría. Sus atractivas melodías llenas de un sentimiento de fervor religioso tienen ya el aliento romántico, de un Romanticismo que tardaría un par de décadas en introducirse en Tenerife a través del piano. Es la primera partitura que conocemos compuesta expresamente para al Cristo.

La capilla de música de la catedral tuvo corta existencia, porque los tiempos no eran favorables para la Iglesia, aunque tras el Concordato de 1851 el Estado seguía ayudando para mantener a los organistas, no así a los cantores e instrumentistas, que fueron sustituidos en las grandes solemnidades por grupos de músicos externos que con buena voluntad más que formación se ofrecían a colaborar. Así lo hizo a veces la orquesta de la Sociedad El Porvenir

En aquellos tiempos de crisis también desapareció la Esclavitud, que fue restituida con nuevos Estatutos y criterios en marzo de 1873. Será ella la que se preocupe y ocupe a partir de entonces de que las ceremonias del Cristo vuelvan a tener el esplendor de antaño. Y para ello comienzan a contratar a grupos instrumentales de la ciudad como a la ya mencionada orquesta o a coros circunstanciales que junto al órgano le confirieran solemnidad a la misa mayor del día 14. Entre las posibilidades que encontraron no fue menor la de contratar a buenos cantantes de ópera que a partir de 1870 empezaron a venir con regularidad a las Islas para las temporadas que se hacían en el Teatro Guimerá. Tan solo voy a citar un par de ejemplos, como el del barítono italiano Giuseppe Mola que en julio de 1887 llegó enfermo del Brasil, que fue acogido por la directiva de la Sociedad Filarmónica Santa Cecilia de Santa Cruz, que dio un par de recitales en su sede, y que en agradecimiento se ocupó de traer al año siguiente a un Septimino de cantantes italianos para actuar allí. Pues bien, Giuseppe Mola canta en las fiestas del Cristo de ese año de 1887 a satisfacción de todos, mientras que años más tarde, lo hará otro barítono italiano llamado Antonio Negrini, que en mayo había ofrecido un recital en Santa Cruz y otro en el teatro Viana de esta ciudad acompañado este vez por el pianista y organista Fermín Cedrés. Negrini había permanecido entre nosotros todo el verano por lo que pudo ser contratado para cantar en la ceremonia del Descendimiento y en la Misa.

Sin embargo, la intervención más notable de aquella época fue la que tuvo lugar en la inauguración y bendición del nuevo edificio catedralicio en 1913 que se hizo coincidir con la festividad del 14 de septiembre, adonde se llevó al Cristo naturalmente. En ella intervino un coro creado por el que fuera organista de la catedral José Tarife Tejera, que ya había colaborado en otras ocasiones con la festividad del Cristo, al que se sumaron los barítonos Néstor de la Torre (1875-1933) y Germán Perera, más el tenor Jorge Sansón, estos últimos discípulos del primero, que era un afamado cantante de ópera grancanario que recorrió los mejores teatros del mundo tanto de Europa como de América, y que por cuestiones familiares se retiró en 1908 viniendo a vivir a Santa Cruz, donde residió durante 10 años. Para tocar el órgano invitaron nada menos que al maestro Bernardino Valle, que fue durante décadas director de la orquesta de la Sociedad Filarmónica de Las Palmas, además de buen pianista acompañante. Por tanto, todo un lujo musical para aquella célebre ceremonia del Cristo de 1913 en el nuevo templo catedralicio. Y por primera vez los documentos nos permiten atisbar parte del repertorio: la Pequeña Misa solemne a dos voces de Luigi Bordesse (1815-1886) y un Te Deum a cuatro del que no se menciona el autor.

Con la creación en 1918 del Orfeón la Paz, que este año está celebrando su centenario, las funciones religiosas dedicadas al Cristo han contado casi siempre con su indeclinable participación, a las que confieren brillo y esplendor no exentos de emotividad. La Música, siempre la Música.

Como el Cristo ha sido un referente para todos los isleños no faltaron músicos, aparte del ya mencionado Crisanto Delgado que le dedicaran partituras para sus fiestas. y por eso creo interesante reseñar aquí otras dos obras alusivas a esta imagen, de signo muy diferente. Me refiero en primer lugar al drama lírico en tres actos y ocho cuadros titulado El Cristo de La Laguna, con libreto de los tinerfeños Rafael Vilela Montesoro, autor de la prosa, y Fernando Suárez y González Corvo, autor de los versos, y con música del valenciano Ricardo Sendra, músico que llegó a la isla como director de la compañía de zarzuela de Pablo López y que luego fue nombrado director de la Banda Municipal de Santa Cruz. Este drama lírico, en realidad venía a ser una zarzuela de temas costumbristas, se estrenó en el Teatro Viana el 27 de agosto de 1902, con gran éxito, pero nunca más se repuso, que sepamos. Constituye uno de los primeros ejemplos de la zarzuela regionalista canaria y trataba sobre el tema controvertido de la lucha de clases, sin que podamos saber qué papel jugaba el Cristo en él. Sendra se ocupó de conferirle cierto aire canario a la partitura, introduciendo citas musicales de isas y folías.

La segunda obra, en cambio, es una emotiva y solemne marcha procesional de igual título, que escribiera en 1950 el que fuera durante muchos años director de la Banda Municipal de La Laguna, Antonio González Ferrera (1906-1972), una partitura que evoca como pocas el paso del ceremonioso y ordenado desfile presidido por el hermoso trono de plata donde se yergue la cruz, también de plata, que soporta la tan discutida y valiosísima talla de nuestro protector, el Cristo sufriente y agonizante que siempre nos espera con los brazos abiertos en su Santuario para acogernos y escucharnos.

Y dejamos al Cristo en su recorrido procesional para volver como al principio al baúl de mis recuerdos y vivencias personales de lo que ha sido para mí esta hermosa, serena y noble ciudad de La Laguna, que ha sabido como ninguna otra conservar su pasado y adaptarse a los nuevos tiempos. De ella puedo decir muchas cosas, pues mientras escribo estas líneas se me agolpan en la mente más que recuerdos concretos sensaciones y sentimientos que me hacen revivir mis largos paseos por los caminos de la vega, que he recorrido tantísimas veces en busca de paz, sosiego o simplemente de contacto con la naturaleza, con los árboles de hoja caduca que me muestran el paso de las estaciones, con el mundo rural de los campos de trigo o de los establos de vacas que aún existen, de los frutales o de las zarzamoras que crecen sobre las paredes de piedra de sus huertas. Pero dejando al margen esa prolongación verde de la ciudad que tanto me gusta y con la que siempre sueño cuando estoy inmersa en la vorágine de una gran ciudad -me sirve de consuelo la verdad mientras hago mías las palabras del poeta Francisco Izquierdo “Laguna de Tenerife, cómo te llevo en el alma…-, dejando al margen, repito, esta zona verde, el casco de La Laguna me atrapó desde mis tiempos estudiantiles para el mundo de la investigación histórica.

Y es que si bien Santa Cruz fue para mí la ciudad que me inició y me condujo por las sendas de la música clásica, con su Conservatorio, Orquesta Sinfónica, grupos de cámara, etc, amén de otra serie de instituciones y sociedades, La Laguna fue la ciudad que me zambulló en el mundo de la investigación histórica, con sus numerosos archivos y entidades científicas. Mi contacto temprano con el Instituto de Estudios Canarios me dio la oportunidad de conocer a muchos notables investigadores de diversos campos, tanto humanísticos como científicos, de los que aprendí mucho, especialmente de su director de inicios de los ochenta don Enrique Romeu Palazuelos, hombre muy culto, de exquisito trato, que me brindó la oportunidad de organizar tertulias musicales en la Casa de Ossuna, rememorando otras de épocas pretéritas. Por ese tiempo conocí también la Real Sociedad Económica de Amigos del País, con su espléndida biblioteca antigua instalada en apretados anaqueles antes de pasar a los actuales compactos-, que tan solo con el olor de los libros viejos forrados de pergamino, se despertaba el apetito de abrirlos, consultarlos y de pasar entre ellos largas horas. Asistí allí también a algunos actos en el contiguo salón presidido por un retrato de Carlos III que nos transportaba a épocas pretéritas.

También recuerdo mis visitas casi diarias al convento de las Catalinas mientras duró la restauración del órgano germano del siglo XVII u otras al vecino cenobio de las Claras, las tardes en el archivo de la Concepción rodeada de legajos, extrayendo de sus libros de fábrica todos los datos referentes a la música mientras su párroco de entonces, el fallecido don Segundo Cantero, atendía las consultas de sus feligreses. Todo ello me arrastraba a conocer La Laguna por dentro sin tener que levantar los tejados para hacerlo, como el protagonista de la novela de Vélez de Guevara El Diablo Conjuelo.

Y qué decir del Archivo Diocesano en su ubicación anterior del Seminario, en el que compartía conocimientos y comentarios con su director de entonces don Julio Hernández y con un grupito de investigadores que han seguido en la brecha y se han convertido en auténticos historiadores del arte y también en mis amigos, mis amigos de los archivos los llamaba, con los que celebraba cada hallazgo con regocijo. Aquellos tiempos fueron para mí hermosos, a los que se sumaron aquellos que pasé en la hemeroteca de nuestra Universidad consultando prensa para otro tipo de trabajos o en el Archivo Histórico Provincial, primero instalado en Santa Cruz y luego ya en La Laguna, junto a la Universidad. Nadie se imagina la felicidad que puede proporcionar un archivo.

Y mientras tanto, aprendí del siglo XVII, o las tardes en el archivolas Catalinascriterios, otras no lo han sido tanto.e comenzaron mhos de los que estnta conocer a historiadores del pasado como fray Alonso de Espinosa, Núñez de la Peña, Viera y Clavijo y José Rodríguez Moure, o más recientes como Elías Serra Rafols, Buenaventura Bonnet, Leopoldo de la Rosa, Manuela Marrero, etc. y quedé encantada con los cronistas y memorialistas como José de Anchieta y Alarcón, Lope Antonio de la Guerra y su sobrino Juan Primo de la Guerra o José de Olivera, quienes con su lenguaje directo, su frescura de ideas, sus reflexiones sobre los diferentes acontecimientos que van refiriendo, contribuyen a que su vida sea nuestra vida, a que traspasemos nuestras fronteras temporales y como en un viaje en el tiempo, nos situemos en esas épocas pretéritas, que desde nuestro horizonte actual hemos idealizado.

Sí, para mí La Laguna no solo es una ciudad histórica, primera capital del Archipiélago con sus numerosos edificios nobles de puertas blasonadas, de iglesias y conventos y de plazas recoletas, sino que es la ciudad de los historiadores, de los cronistas y memorialistas que nacieron, vivieron o murieron en esta ciudad y que, orgullosos de su historia, sintieron la necesidad no solo de narrar los hechos del pasado, sino de ser notarios de su tiempo, con la conciencia clara de que había que dejar memoria de todo lo que fuera digno de reseñar. Es solo conociendo el pasado y analizando el presente como se puede avanzar hacia el futuro. Cuidémosla para que este tesoro, que es de todos los isleños, nunca desaparezca.

Y ahora tan solo me resta pregonar estas fiestas en nombre del Señor Alcalde, que para eso he venido esta tarde aquí, y quiero hacerlo como se hacía en el siglo XVI, aunque tenga que hacerlo en espíritu y me falte el caballo, el clarín y los redobles de tambor, desde esta plaza del Adelantado en la Villa de Abajo, luego desde la de la catedral, antigua de los Remedios, y por último delante de la torre de la Concepción en la Villa de Arriba:

Se avisa a hombres y mujeres, niños y niñas, vecinos y visitantes, que las fiestas de septiembre van a comenzar con diversiones de todas clases, ventorrillos, conciertos, verbenas y parrandas, actos culturales y deportivos y el día catorce la solemne procesión, quema de los fuegos de la torre y del risco y la tradicional entrada.

Felices fiestas a todos y muchas gracias por su atención