La devoción a la imagen de Cristo crucificado del Convento franciscano de San Miguel de las Victorias, el Cristo de La Lagu­na, se afianzó en la segunda mitad del siglo XVI y propició la re­edificación de la capilla mayor de la iglesia conventual en la que recibió culto de acuerdo a su relevancia. Las obras duraron más de una década —ya habían comenzado en 1582 y duraron al menos hasta 1594— y en su trascurso se presentaron diversos contratiempos y se atribuyeron a la efigie algunos milagros. La narración que de ellos hace fray Luis de Quirós ofrece, además, algunos detalles sobre este proceso, sus artificies y benefacto­res, y abunda en el creciente prestigio del Crucificado para la religiosidad local, a instancias de los frailes.

En este contexto ha de valorarse que el prior provincial de la Orden de San Francisco, fray Bartolomé de Casanova, gestiona­ra con éxito la obtención en 1587 de un documento mediante el que el capítulo y los canónigos de la Archibasílica de San Juan de Letrán concedieron a la capilla, que todavía se estaba fabri­cando, las mismas gracias e indulgencias que tenía este templo, sede del obispo de Roma —no la Basílica de San Pedro, como a veces se supone— y una de las cuatro basílicas mayores de la ciudad. La existencia de este documento fue recogida por Quirós, pero hasta fechas recientes se suponía perdido. Por fortuna, se ha localizado en el archivo de este Monasterio de Santa Clara, adonde tal vez llegó tras el incendio del convento de la rama masculina de la orden en 1810, pues consta que allí estaba todavía en 1716. Ese año, atendiendo a que tanto este documento como otro similar estaban escritos «con mala tinta y en poco tiempo no se podrán leer», se sacó un testimonio inserto en el primer libro de la Esclavitud del Cristo.

Escrito en un pergamino de notables dimensiones (74 x 88,5 cm) está fechado en Roma, en San Juan de Letrán, el 31 de mayo de 1587. Aunque tanto Quirós como algunas escrituras con­temporáneas se refiere a este instrumento como una bula, no lo es en sentido estricto, ya que no es un documento pontificio. Quienes concedieron la unión de la capilla mayor conventual a la de San Juan de Letrán fueron los canónigos de este templo, varios de los cuales suscribieron el documento. Se aprecian todavía señales de que estuvo extendido y sujeto por clavos, probablemente en la propia capilla durante los primeros años, acreditándose así ante los fieles los tesoros espirituales de los que podían participar. Eran tan numerosos que, en palabras de Quirós, su «número y cuenta solo Dios lo sabe». Entre ellos, los que tenían como beneficiarias a las ánimas del purgatorio. Esto supuso indudablemente un aliciente piadoso añadido que cooperó en el afianzamiento de la devoción a la imagen del Crucificado a partir de entonces, pocos años después del establecimiento de su cofradía —integrada por hombres y mu­jeres— a la que se incorporó la esclavitud que en 1659 se hizo cargo del culto de esta efigie y que todavía existe. 

Carlos Rodriguez Morales Cat´logo del Museo de Las Claras, pag. 104.