NOS hemos empeñado en considerar a La Laguna como una vieja matrona de faz empolvada, mantilla de blondas y entre la garra de los dedos sarmentosos la cascada de cuentas de un rosario de nácar... Y no es tal. Es como una hermosa mujer, joven y fuerte, pletórica de vida y de belleza, que, para realzar su hermosura, bajo el pañolón florido de su vega fragante luce el raro tesoro arcaico de las mejoros joyas de sus abuelos.

Y no es toda ella, como Ciudad viéndola y admirándola, viejos balcones con celosías de madera, ni anchas portaladas de piedra selladas con el trazo austero de los escudos nobiliarios, ni pintoresca floración estrafalaria de verodes sobre los tejados y en los intersticios de los muros de sus huertas y jardines, sino el claro y luminoso de un pueblo gentil, de calles rectas y anchas, llenas de sol, dondo una juventud alegre y jaranera pone el eco de su parlotear y de sus risas y una sucesión de paseos maravillosos, y de espléndidos jardines, y de "villas" primorosas; y una planícle enorme, bordada con el caprichoso dibujo de los cultivos, y orlada con el fleco esmeralda de los árboles y la trama sarmentosa de los viñedos...

Es preciso que la veamos asi. Por lo menos, en esta época del año, cuando la tierra se esponja y recrea con la pompa jugosa de los frutales y reposa placentera y feliz, tras el proceso maravilloso de la fecundación, en la etapa laboriosa de las recolecciones. Cuando la lluvia de granos de oro y de rubi de los viñedos ha caido en los lagares y se fragua en el secreto cálido de las bodegas saturadas de aromas gentiles el milagro de la transformación suprema de un minússulo fruto de la tierra nada menos que en el prodigio supremo de lo que más tarde, en los altares, ha de convertirse en sangre de Dios, como se convirtiera en su cuerpo y su carne el grano de oro de los trigales, por una transformación inicial en el bendito pan de los hombres..

Es en estos dias cuando La Laguna viste sus mejores galas y se muestra enteramente como es. Lo otro es falso y mentiroso. Las jornadas grises, cuando todo parece humedecido por la escarcha y sobre la vega engalanada por las puntas de diamante del rocío se tiende el velo gris y opaco de la bruma rastrera; las noches negras en las que sólo se oye, en el silencio de las calles dormidas, el redoble de la lluvia sobre los cristales y en la plancha pulida de los tejados, v el chapoteo de las gárgolas sobre los charcos de las aceras; el verdear de las calles, y el moho de las fachadas, y el brote de los verodes y plantas extrañas sobre la visera de los aleros, todo eso es lo pasajero y ocasional. Es, además lo inevitable y necesario. Como empalaga el exceso de belleza fría y sin gracia en la mujer, puede empalagar en los pueblos la excesíva galanura y la monotonía del clelo constantemente azul, de la misma tonalidad y el mismo sello distintivo. En La Laguna, la nota gris del Invierno es la preparación mejor, el contraste más feliz, para celebrar con alborozo de resurrección la llegada de los dias fragantes de la primavera, la cálida explosión de colores y luces y de brillos del verano y la frescura grata, sutil y penetrante de un otoño incomparable, cuando los campos lucen sus galas mejores y se siente, como en estos días se siente en La Laguna, el placer maravilloso de vivir.

Tenemos que romper la "leyenda gris" de La Laguna. La que nos habla de tejados con verodes, calles encharcadas y desfiles de negras siluetas de curas y beatas. Tenemos que volver por los fueros de la Ciudad que se siente joven y sin renegar de sus consejaş arcaicas, de sus nobles prestigios, de todo lo que es esencia y aroma de su espíritu patriarcal y de su solera religiosa, universitaria y erudita, quiere ganar en el marco progresivo de las primeras poblaciones tinerfeñas, el puesto destacado que por derecho de historia y por el indiscutible derecho de sus inquietudes actuales le corresponde.

Nunca como en estos días de Septiembre, coincidiendo con la celebración de sus fiestas tradicionales, estos derechos inalienables se manifiestan y califican. Es en ellos cuando la Ciudad vive sus horas mejores, cuando se muestra en toda su belleza y revela todas
sus capacidades presentes y futuras, y cuando se ve mejor cómo por encima de todas sus galas externas, de sus alardes profanos, de sus expansiones jubilosas se impone dominante, y triunfa, y se eleva al azul de los cielos y por el infinito se expande, la fuerza, honda, que nace de su corazón y de su espiritu, de una profunda e inextinguible fe. Fe suprema, que es esencia de su vida, raíz y cepa de su Historia, razón de su poderío espiritual y acaso de su propio ser, y que toda entera se cifra en esa imagen sublime que es también como un seco trozo de retorcido sarmiento, fuente oculta de promesas de paz y de amor...

Fe que se manifiesta y proclama del modo más concluyente cuando en la noche del 14 de septiembre el Cristo de La Laguna, desde el templete central de su plaza, parece querer acoger a la Ciudad, a la isla entera, en un gesto que es bendición y es abrazo, mientras arriba, en lo alto, sobre la mancha cobalto del cielo, el fuego de los abanicos de la "Entrada" se rompe en lluvia de estrellas y el estrépito de los cohetes atruena y ensordece, y sobre la multitnd reunida corre como un espasmo de ternura y fervor la invocacion apasionada: ¡Santísimo Cristo de La Laguna!..