Aguere amanecerá mañana con Luz divina a la cruz crucificada  

MAÑANA es el día en que, después del tradicional sermón, sale, del Real Santuario de San Francisco, la Procesión de Madrugada. Una noche de sueños de amor al Cristo lagunero, tanto de los que se quedan en casa como de la multitud de fieles que, con los ojos entreabiertos, marcha detrás del Crucificado con el rostro iluminado por el Lucero Divino que a la cruz va clavado. Unos prefieren acompañar al Cristo con un rosario en la mano y una oración en el alma. Otros se quedan en una esquina para ver la impresionante llegada del Eterno Resplandor de la Redención y Salvación. Y aún existe una tercera categoría a la que la emoción se le escapa del pecho, pasa de los labios a los ojos, se recoge en un sollozo y se funde en un rezo hecho canción: 

Un extraño imaginero

y una gubia cual ninguna,

tallaron en el madero

al Cristo de La Laguna,

Suspiro de amor moreno. 

Bajo el palio de la madrugada del Viernes Santo, estremece ver cómo recorre la ciudad el ardiente Rubí que no se gasta, cuyos ojos han rebasado las fronteras del dolor para llegar a lo más profundo de nuestro ser.

Esquina de las monjas Catalinas. Ya llega el Cristo. El frío logra que la gente se junte, buscando el calor físico y, quién sabe, la unión fraternal. El incienso revienta en humaredas en el braserillo de plata, para llenar la noche de efímeras nubecillas que embriagan el olfato de olor a fe.

Pasa el Lucero de la Noche Santa. Eclipsa la luz de los faroles de la ciudad. Los ojos se nublan al verte, Cristo mío lagunero, de la cruz suspendido. Para sentir tu agonía, es necesario haber nacido en esta Laguna mía y vivir su encanto día a día. Es imposible ver la venerada Imagen sin que afloren versos a la ga-ganta: 

Quisiera ser curandero

y del dolor aliviarte,

quisiera que el mundo entero

decidiera siempre amarte,

tanto como yo te quiero

Muchos sentimientos, en la Procesión de Madrugada, despierta el Santísimo Cristo de La Laguna, el Padre de la paz, Señor de la salud, Cúspide del dolor, Gracia y Esperanza de la vida, Estrella que guía, Ejemplo de la amargura, Refugio de las penas, Faro del caminante y Varadero de la dulzura.

El Cristo es el paso más he-moso del Viernes Santo. Cua-do recorre las calles, a pesar de estar oscurecidas, su esbelta cr-cifixión morena resalta en nuestra retina de devoción. Pero hay algo más en lo que no suelen fijarse tanto los ojos: el abrazo de protección que da el Cristo a cada casa con su sombra; los ajimeces conventuales que, como vigías, anuncian al Cielo los cantos de las Claras y Catalinas; una promesa cumplida en silencio; las lágrimas de una madre con su hijo curado en brazos; el canto del viento; el cilicio del frío, y la presencia de los pájaros, porque tampoco ellos pueden dormir ante el desfile procesional de tan querido torrente de amor.

Una de las cosas más bellas de la Procesión de Madrugada son las velas, no sólo porque alumbran el camino al Cristo, sino porque son descendientes de las lámparas de aceite que tantas curaciones protagonizaron antaño, bulliendo prodigiosamente el referido líquido graso dentro de los vasos cuando lo llevaban a casa del desahuciado.

La abuela lagunera, la de traje negro y vela de promesa dentro del cucurucho de papel, cuenta que el aceite duerme en las entrañas de la cera, y que, cuando el fuego eterno la derrite, es el momento propicio para untar las yemas de los dedos y pedir el favor deseado, pronunciando la oración del milagro:

«Dulcísimo Señor Jesucristo, médico celestial de nuestras almas y cuerpos, humildemente os suplico por las entrañas de vuestra piedad y misericordia, por vuestro santo Nombre Cristo, y por la preciosísima sangre que por mí pecador derramasteis, por vuestra santísima pasión y muerte de Cruz, hayáis misericordia de mí, y perdonéis mis pecados; y tengáis por bien que, ungiéndome con este aceite que alumbra a vuestra imagen del crucifijo, alcance salud de esta enfermedad y tribulación que padezco, para gloria y alabanza vuestra, honra y estimación de la misma devotísima imagen del crucifijo, con que adelante más os sirva y ame. Amén».

Pero la abuela lagunera es, también, romancera. Aunque no lo proclame a los cuatro vientos, cada año, al ver a su Cristo, despierta en su mente los versos del Descendimiento y Muerte del Señor:

«Al pie de la cruz, Ma ría/bien está pendiente de ella,/su santísimo hijo,/con cinco llagas abiertas,/y su gloriosa madre/lo toma y lo besa».

Quien besó mucho al Cristo, en La Laguna de 1605, fue Isabel de Salas. En la tarde del Jueves Santo, a su marido, Gregorio de Alarcón, le dio un dolor gravísimo en el costado izquierdo, acompañado de vómitos y disminución del pulso, que lo puso a las puertas de la muerte. Isabel rezó profundamente ante el Crucificado lagunero y le pidió:

«Santo Cristo, pon bueno a mi esposo. Prometo que, el día que fallezcamos, sepulten nuestros cuerpos en tu capilla».

Cuando llegó la afligida señora a su casa, su marido estaba mejor. A la mañana siguiente, Viernes Santo, al pasar el Cristo por la casa del enfermo, éste se arrodilló junto a su cama, mientras que su mujer lo hacía próximo a la puerta de la vivienda que daba a la calle. Sanó milagrosamente este día Gregorio Alarcón, quien visitó al Cristo el Domingo de Pascua para clavar, en su cuerpo moreno, su agradecimiento con una oración.

«Clavos que te pasaste/de aquellos palmos y mesas,/vengan los que tienen hambre/que es el pan de vida eterna,/vengan todos los enfermos/que la medicina es esta./Se ha coronado el altar/entre la una y las dos».

El dos destacó en 1609, ya que el segundo día de Pascua de Resurrección, Isabel López se curó milagrosamente de una puntada en la boca del estómago, untando la parte enferma —también bebiéndolo— con aceite de la lámpara del Cristo, que le trajo su hermano Salvador. Restablecida, Isabel rezó ante su querida Imagen del convento de San Miguel de las Victorias

. •Viendo que mi Dios es muerto,/de negro se viste el Sol,/tinieblas de Dios en cruz,/las piedras de dos en dos,/una a la otra se rompe/y el pecho del hombre no./Alma, si no fuera piedra,/llora, si tenéis dolor,/en ver a Cristo en la cruz,/diciendo: Padre Señor».

El Padre Supremo de los laguneros es el Santo Cristo, el Señor del Viernes Santo al que miman los esclavos de trajes negros como la noche y camisas blancas como la paz. Esclavos que plasman la fe generosa y ardiente del pueblo de Aguere. El Cristo sembró la semilla de la devoción y los laguneros la regaron con amor para que, cada Viernes Santo, la Esclavitud pueda brotar y recorrer la ciudad palpitando de gozo y despertando, en el alma de la gente, el mensaje de que, después de la agonía y la muerte, vendrá la satisfacción triunfal de la Resurrección.

Durante todo el año, según el refrán popular, al que madruga Dios le ayuda. Madruguemos este Viernes Santo para ayudar a recorrer la ciudad al Nardo de la ternura, bella Flor de la hermo-sura que es el Cristo de Lá Laguna.