Todos los años por el mes de septiembre las fies­tas mayores de esta ciudad sirven de excusa para que La Laguna recupere plenamente Ia plaza del Cristo, o de San Francisco, o de Santa Clara, que con estos y otros nombres ha dado en Ilamarse este recin­to abierto al use y recreo comun de los laguneros desde el mismo periodo fundacional. No deja de ser paradójico e, incluso, un tanto injusto que esta plaza, nacida al mismo tiempo que la ciudad y bautizada por la historia en diversas ocasiones, merezca de nosotros poco mas que este recuerdo septembrino. Y todo ello porque aqui no confluyen hoy los caminos de nues­tras multiples razones diarias, las del trabajo y las del comercio, las del agobio y el trafico... y casi nada las del ocio.

Da la impresión de que, salvo durante las fiestas, Ia plaza se nos ha quedado un poco grande a los la­guneros. La que antaño fue campo de Marte para la celebracion de ejercicios militares, solar campesino donde se subia alguna era e improvisado campo de futbol en el que jugaron las viejas glorias del Real Hes­perides, reclama hoy de nosotros una atencion mas ge­nerosa.

En Ia Plaza del Cristo se han dado cita secular dos de las funciones mas representativas de la ciudad, Ia militar y Ia religiosa, y de ello son vivo testimonio los edificios que hoy la circundan. Este lugar ha servido, ademas, de vinculo unitivo de nuestra doble identi­dad de siempre: Ia rural y la urbana. Aqui termina Ia ciudad y comienza la Vega; hasta la Plaza conducen las calles del Agua, del Pino, Los Alamos... de aqui par­te el camino de las Peras, la Rua y San Roque. Es la frontera Norte de la ciudad este rincón, donde La La­guna que empieza en la calle de San Agustin, Ia vieja Aguere, la de los poetas, sigue siendo todavia la de siempre.

Que especial predilección habran sentido por es­te lugar tantas generaciones de laguneros que han afin­cado en el conventos, cuarteles, hospitales, etc., hasta convertirlo, por meritos propios, en el escenario sagra­do y profano donde el Cristo obra su milagro anual: reconciliar a esta ciudad con su historia.

Hacia 1506 los franciscanos que acompariaron a Alonso Fernandez de Lugo en la conquista de Teneri­fe habian comenzado ya Ia construcción del Convento Grande de San Miguel de Las Victorias. El temprano protagonismo de Ia orden no fue escaso gracias al fa­vor en que la tuvo el Adelantado confiandole pronto la custodia del Santisimo Cristo, traido en uno de sus viajes a la Corte, y mss tarde la de sus propios huesos según dejó escrito en su testamento. No pocas vicisi­tudes atravesó el recinto a lo largo de casi 500 afios de existencia. Desalojos y cesiones temporales como Ia registrada entre 1547 y 1577, arios que pas6 al ser­vicio de las monjas claras; graves inundaciones como sucedio en 1713 y hasta un devastador incendio que dio cuenta de todo el edificio la noche del 28 de julio de 1810. De aquel siniestro se pudo salvar a duras pe­nal la imagen del Cristo que en dramatica cornitiva fue trasladado aquella misma noche a la parroquia de Los Remedios celebrandose, por primers vez entonces, la tradicional procesión de madrugada.

Andando el tiempo los frailer intentaron recons­truir el convento logrando edificar el actual santuario donde fue colocada Ia imagen el 14 de septiembre de 1811. Sin embargo, Ia escasez de medios y Ia irregu­lar evolucion politica registrada por aquellas fechas im­pidieron Ia continuación de las obras de restauración hasta que, por fin, en 1839 las casas conventuales fue­ron habilitadas como acuartelamiento militar, destino que han conservado hasta Ia fecha. Y es que nacida al pie de Ia montana de San Roque, atalaya destinada por el antiguo Cabildo de La Laguna a avizorar corsa­rios y piratas, esta plaza no podia permanecer ajena a Ia marejada militar que ha modelado siglos de his­toria insular; opinion similar debi6 abrigar el capitan general Valeriano Weyler cuando decidió ubicar su re­sidencia veraniega en una esquina del recinto.

Con mayor celo aún guarda sus secretos el angu­lo opuesto de la plaza, aquel comprendido entre las calles del Agua y del Pino, pues quien hoy lo contem­ple no podra imaginar el proyecto origen de Ia enti­dad que ocupan actualmente aquellos solares. En 1507 Pedro Lopez de Villera, conquistador y alguacil ma­yor de Tenerife, fundO en aquel lugar la lglesia y el Hospital de San Sebastián para beneficio de los enfer­mos y pobres de la ciudad. Por sus locales pasaron los franciscanos e incluso los Bethlemitas del Hermano Pe­dro entre 1722 y 1729, hasta que la penuria de fon­dos hizo mella en la institución, habiendo servido de hospicio, cuartel y casa de vecindad antes de que se decidiera su demolición el 16 de agosto de 1870. Por fin, en 1897 se hacen cargo del establecimiento dos Hermanitas de los Pobres Desamparados, congrega­ción que le devuelve su antigua utilidad administrán­dolo hasta el día de hoy.

Sin duda, otros motivos podrían extender este bre­ve comentario sobre la plaza y su contorno: los cérca­nos lavaderos del Camino de las Peras, ermitas como las que jalonan la calle de las Cruces, los álamos que la circundan... y la fuente. Razones que exaltan aún más el profundo carácter de esta plaza fiel a La Lagu­na, testigo de alardes militares, inundaciones y fue­gos catastróficos e, incluso, conmovedoras despedidas como la brindada a la Batería de Montaña el 14 de septiembre de 1921 en marcha hacia la Guerra de Áfri­ca. Las circunstancias, sin embargo, obligan a reser­var para otro momento el final de este viaje, pues la plaza, donde todavía surge el recuerdo arrodillado de tantas promesas, nuestra plaza del Cristo en la que los laguneros aprendimos a montar en bicicleta, se ha ves­tido de gala una vez más y nos espera impaciente co­mo todos los años.