La villa de San Cristóbal, que así la llamó el Conquistador al fundarla en el año 1496, nació cuando ya los guanches habían quebrado sus armas ante el pen­dón de Castilla y se iban acercando a sus antiguos enemigos para fundirse estrechamente con ellos. La Laguna no necesitó de murallas. La Laguna se asentó confiadamente en las verdes márgenes del transparente y pequeño lago del altiplano de la Isla, en abierto campo desde el que, en los serenos rojiazules atardeceres, pudiera contemplar el cer­cano horizonte de sus cerrados bosques y el más lejano de aquel mar que había separado a la Isla, pero que desde entonces la uniría para siempre a la ya tantas veces centenaria Castilla. La Laguna nació en la paz y para la paz, para la paz que había predicado aquel Cristo que en el modesto santua­rio de San Miguel de las Victorias pronto velaría por aquellos antiguos guerreros, que habían tro­cado espadas y ballestas por la pica y el arado. La Laguna fue luego la fecunda madre de las nuevas ciudades, villas y lugares que poco a poco van poniendo blancas y rojas manchas sobre los sepias y verdes de la Isla, y por tres siglos es su cabeza indiscútida, sede de la Justicia y Regi­miento, residencia de Adelantados, Gobernado­res y Capitanes Generales, Jueces de Indias y Administradores de Rentas Reales, y de aquellos encopetados señores que tenían a honra muy ele­vada la defensa de los privilegios de la Isla.

Cuando más tarde hijas mayores de edad se le van liberando, La Laguna continúa siendo el meollo de la cultura, no ya de la Isla, sino de las Canarias: el siglo XVIII en el Archipiélago, es La Laguna. Es el momento en que abre sus aulas la Universidad agustina, es la época de aquella famosa Tertulia del jardín de Nava, con los nom­bres de un Viera y Clavijo, de un Villanueva del Prado, de un Guerra, de un Molina... Es cuando nace la Real Sociedad Económica y es, ya en el XIX, cuando ha de ser la sede de la poderosa y dis­cutida Junta Suprema de Canarias.

Como a aquellos señores de bordadas casa­cas y primorosas chupas, no son favorables a La Laguna los huracanados vientos del siglo XIX, pero, aun así, logra entonces acentuar su prioridad cultural y se convierte, además, en la capital de la nueva Diócesis de Tenerife. Y tal primacía no sólo la mantiene, sino que la supera en este siglo, en que de nuevo la Universidad abre en ella sus puer­tas.

El sentimiento de un pasado de esplendor y de un quehacer en la vida al espíritu ha penetrado muy hondamente en todos sus hijos, con el respe­to por las viejas piedras evocadoras de sus glorias: la Casa de Consistorio, con su renacentista porta­da, que albergó al poderoso Cabildo y a los no menos poderosos Gobernadores y Corregidores; aquellas Monjas Catalinas, que levantaron su convento sobre las casas en que vivió el Adelanta­do Don Alonso Fernández de Lugo; la plaza que lleva su nombre, donde se hacían las reales pro­clamaciones y los guerreros alardes; sus iglesias de Santa María de la Concepción y de los Reme­dios, que competían con la fastuosidad y brillan­tez de sus cultos; sus blasonadas casas; sus cami­nos cubiertos de geráneos, sus viejas fuentes, todo unido en un sentimiento muy íntimo, juntamente con un ansia muy viva de superación han formado el alma de la Ciudad.

La Laguna es pasado, pero no pasado muer­to. La Laguna vive su pasado no a la manera nos­tálgica y de renuncia de quien se halla en las pos­trimerías de la vida, sino a la de aquél que se sien­te en su plenitud y que espera en un futuro que ha de ser lógica continuidad de un recto camino.

Por eso La Laguna vuelca todos sus afanes al Santísimo Cristo, al Cristo de La Laguna como propios y extraños lo llamamos. Las raíces de su devoción arrancan del momento mismo de la fun­dación de la Ciudad, y de Él esperan todos sus hijos la paz del mañana. Cada nuevo año por el mes de septiembre renuevan su profesión de fe, una vez más asisten conmovidos a su Descendi­miento, antiquísima costumbre reflejada ya en las primeras actas de la Esclavitud, y a los diarios actos de piedad de su quinario, pero la más honda devoción se desborda en el día de la Exaltación de la Santa Cruz, en que toda la antigua pompa revi­ve y en las altas naves de la Catedral resuenan litúrgicas armonías. En el procesional desfile de la noche, que recorre La Laguna, engalanada y re rente, sobrecoge el percibir en cambiantes clan euros la Divina serenidad ante el dolor volunt mente sufrido por los hombres.

La lenta procesión llega a la vasta plaz detiene su paso. La sencilla devoción popular manifiesta con ímpetus fogosos: la gente gri canta, baila... En cortos momentos el silencio hace, la plaza queda a obscuras, para luego ro perse violentamente, deshacerse en blancas rojas cascadas cegadoras. De las cercanas colin brotan llamas y un ensordecedor estruendo in mida. La dolorosa Pasión se ha trocado en glo Ha surgido radiante el nuevo día. La Imagen d Crucificado avanza de nuevo. En su rostro se dib ja la tranquila serenidad del triunfo. El ale repique que parte de la espadaña del Santua anuncia la ya vuelta del Cristo a su antigua cas Los romeros van regresando a sus hogares. La fie ta mayor ha terminado.

En las antiguas Ordenanzas de la Isla y e las amarillas páginas del libro de actas de 1 Esclavitud pueden leerse de las comedias, jueg y saraos, torneos y libreas, toros y sortijas, que el los pasados siglos organizaba en honor del Crist un caballero rico y principal y más tarde el Escla vo Mayor. También ahora unas u otras fiestas s celebran para solaz de los que asisten, pero e todos, aun cuando sea en el más apartado rincó de su alma, el más reverente respeto, la más tie] na y profunda esperanza tiene un mismo nombra el Santísimo Cristo de La Laguna.