En el año 1958, el que fuera cronista de La Laguna, Leopoldo de la Rosa Olivera, abrió el programa de las fiestas con un escrito que reproducimos por su riqueza literaria e histórica: 

La villa de San Cristóbal, que así la llamó el Conquistador al fundarla en el año 1496, nació cuando ya los guanches habían quebrado sus armas ante el pendón de Castilla y se iban acercando a sus antiguos enemigos para fundirse estrechamente con ellos. La Laguna no necesitó de murallas. La Laguna se asentó confiadamente en las verdes márgenes del transparente y pequeño lago del altiplano de la Isla, en abierto campo desde el que, en los serenos rojiazules atardeceres, pudiera contemplar el cercano horizonte de sus cerrados bosques y el más lejano de aquel mar que había separado a la Isla, pero que desde entonces la uniría para siempre a la ya tantas veces centenaria Castilla. La Laguna nació en la paz y para la paz, para la paz que había predicado aquel Cristo que en el modesto santuario de San Miguel de las Victorias pronto velaría por aquellos antiguos guerreros, que habían trocado espadas y ballestas por la pica y el arado. 

La Laguna fue luego la fecunda madre de las nuevas ciudades, villas y lugares que poco a poco van poniendo blancas y rojas manchas sobre los sepias y verdes de la Isla, y por tres siglos es su cabeza indiscutida, sede de la Justicia y Regimiento, residencia de Adelantados, Gobernadores y Capitanes Generales; jueces de Indias y Administradores de Rentas Reales, y de aquellos encopetados señores que tenían a honra muy elevada la defensa de los privilegios de la Isla. 

Cuando más tarde hijas de mayores de edad se le van liberando, La Laguna continúa siendo el meollo de la cultura, no ya de la Isla, sino de las Canarias: el siglo XVIII en el Archipiélago, es La Laguna. Es el momento en que abre sus aulas la Universidad agustina, es la época de aquella famosa Tertulia del jardín de Nava, con nombres como Viera y Clavijo. 

Como a aquellos señores de bordadas casacas y primorosas chupas; no son favorables a La Laguna los huracanados vientos del siglo XIX, pero, aún así, logra entonces acentuar su prioridad cultural y se convierte, además, en la capital de la nueva Diócesis de Tenerife. Y tal primacía no sólo la mantiene, sino que la supera en este siglo, en que de nuevo la Universidad abre en ella sus puertas. 

El sentimiento de un pasado de esplendor y de un quehacer en la vida del espíritu ha penetrado muy hondamente en todos sus hijos, con el respeto por las viejas piedras evocadoras de sus glorias: la Casa de Consistorio, con su renacentista portada, que albergó al poderoso Cabildo y a los Gobernadores y Corregidores; aquellas Monjas Catalinas, que levantaron su convento sobre las casas en que vivió el Adelantado Don Alonso Fernández de Lugo; la plaza que lleva su nombre, donde se hacían las reales proclamaciones y los guerreros alardes; sus iglesias de Santa María de la Concepción y de los Remedios, que competían por la fastuosidad y brillantez de sus cultos; sus blasonadas casas; sus caminos cubiertos de geráneos, sus viejas fuentes, todo unido en un sentimiento muy íntimo, juntamente con un ansia muy viva de superación han formado el alma de la Ciudad. La Laguna es pasado, pero no pasado muerto. 

La Laguna vive su pasado no a la manera nostálgica y de renuncia de quien se halla en las postrimerías de la vida, sino a la de aquel que se siente en su plenitud y que espera en un futuro que ha de ser lógica continuidad de un recto camino. 

Por eso La Laguna vuelca todos sus afanes al Santísimo Cristo, al Cristo de La Laguna como propios y extraños lo llamamos. 

Las raíces de su devoción arrancan del momento mismo de la fundación de la Ciudad, y de El esperan todos sus hijos la paz del mañana. Cada nuevo año por el mes de septiembre renuevan su profesión de fe, una vez más asisten conmovidos a su Descendimiento, antiquísima costumbre reflejada ya en las primeras actas de la Esclavitud, y a los diarios actos de piedad de su quinario, pero la más honda devoción se desborda en el día de la Exaltación de la Santa Cruz, en que toda la antigua pompa revive y en las altas naves de la Catedral resuenan litúrgicas armonías. En el procesional desfile de la noche, que recorre La Laguna, engalanada y muy reverente, sobrecoge el percibir en cambiantes claroscuros la Divina serenidad ante el dolor voluntariamente sufrido por los hombres. 

La lenta procesión llega a la vasta plaza y detiene su paso. La sencilla devoción popular se manifiesta con ímpetus fogosos: la gente grita, canta, baila... En cortos momentos el silencio se hace, la plaza queda a obscuras, para luego romperse violentamente, deshacerse en blancas y rojas cascadas cegadoras. De las cercanas colinas brotan llamas y un ensordecedor estruendo intimida. La dolorosa Pasión se ha trocado en gloria. Ha surgido radiante el nuevo día. La imagen del Crucificado avanza de nuevo. En su rostro se dibuja la tranquila serenidad del triunfo. El alegre repique que parte de la espadaña del Santuario anuncia la ya vuelta del Cristo a su antigua casa. Los romeros van regresando a sus hogares. La fiesta mayor ha terminado.