El hombre, un lagunero a caballo entre dos siglos; el oscuro XVII y el luminoso XVIII, pues nació en 1641 y moriría en 1721, se ha asomado a la ventana de su cuarto de trabajo, por la calle del Espíritu Santo, cerca del Hospital de los Dolores. Mira curioso la poca gente que pasa, los charcos de agua, el barro; tiene en la mano una pluma de ave y los dedos se le han manchado de la tinta que se escurre... 

Este individuo, cegato, de movimientos torpes y sotana brillosa, tiene setenta y siete años, y será uno entre los famosos de La Laguna. En 1718 la ciudad es joven de poco más de doscientos años. Las poblaciones envejecen menos que sus habitantes. El «licenciado Juan Núñez de la Peña o Iván, que a veces le gusta poner así su firma, ha escrito un libro que tituló: Conquista y antigüedades de las Islas de la Gran Canaria, sobre el que se lanzará José de Viera, cual guirre hambriento sobre débil gorrión. Lo atacará a veces con razón y otras injustamente. Sin embargo, el futuro arcediano le hará favor en la Biblioteca Canaria, al final de sus Noticias Históricas... 

¿Qué está atisbando, curioseando, mirando, inclinado sobre el alféizar de la ventana, don Juan Núñez? Si complemento datos, señalando que es trece de septiembre de 1718, la pregunta se esclarece; es la víspera del catorce, cuando se celebra la fiesta mayor que honra al santo Cristo. Pero el «cronista general-de los reinos de Castilla y León», no bajará a la plaza. La noche del día trece tiene mucho ajetreo y bullicio de gentes, y «las tapadas» con rebozo o rebosillo, con dengues y picardías, lo pueden embromar; tal vez le pedirían que les dibujase un escudo con muchos leones y algunas cabezas de moro, o lo que sería peor, unos cuartos para mistela o rosolí y avellanas de la cascaruja, arvejas y garbanzos tostados; él cuida bien de administrar la pensión de doscientos pesos, que le concedió el rey. Mejor quedarse en casa. Mañana sí. Mañana se acercará al convento. Este año es Esclavo mayor don Alonso de Nava Grimón, tercer marqués de Villanueva del Prado, Caballero de Calatrava, que se distinguió luchando hace unos años contra el inglés Gennings; es fastuoso y desprendido, rico además, pues su renta llega a treintamil pesos. De seguro que hará fiestas espléndidas...

La calle se anima; bajan grupos de gente a las «esquinas del Ecce Homo», camino de San Francisco. Don Juan se cansa,entra y sigue en la copia de cédulas, ordenanzas del Cabildo, protocolos de escribanos. Devoto y mucho, lo es del Cristo, pero no de los festolines... Recuerda que el segundo marqués le regaló a la imagen un frontal de plata y que le habían dicho: «ha sido mejor elección la de haber dado el frontal de plata que meterse en el embolumio de comedias...». 

Volvamos —piensa el historiador— a lo que hay que hacer... 

Pronto llegará la noche y tendrá que dejar la pluma; cada día ve menos, ha desparramado la vista por tantos pergaminos y genealogías, tantos escudos: «en campos de gules/castillos de plata/leones de oro/y de sable águilas...». Cuando oscurezca cogerá el rosario de cuentas gordas y rezará.

La vida tiene exigencias. Se pretende hacer algo y se puede realizar o no, hasta que los años marcan el límite.

Están cercanos los quinientos de la fundación de San Cristóbal de La Laguna (no hay que olvidarlo, aunque la laguna sea una leyenda). El hombre del 1500 que estuvo en la llegada de la imagen y la acompañó hasta el convento, no es el mismo que quien se prepara a celebrar las fiestas de 1992, y menos aún, del simpático vejete Juan Núñez de la Peña, pero la permanencia espiritual es idéntica y se mantiene. Esto es lo que hay que valorar y admirar, lo demás es bullicioso pasajero y accidental; algazara infantil, parrandas, tapadas, olor humo y sabor de los ventorrillos, la feria, vendedoras de manzanas de La Guancha o membrillos de El Sauzal... músicas y fuegos. La esencia de la fiesta, su meollo, tuétano y semilla, nació, crece y fructifica más dentro.

Tal vez lo marque y eternice la mujer de mañana de ayer y hoy, 1992, 1500, 1718 que con un niño pequeño en brazos, se arrastra sobre sus rodillas, hasta el altar donde triunfa la imagen insigne y venerada, que considera algo suyo cuando le dice...

¡Cristo mío... Cristo mío...!

Pensando en esto y en algunas cosas más, don Juan Núñez de la Peña se había dormido, el rosario le colgaba de la mano manchada de tinta.