Lema: GIL BLAS. 

El presente trabajo de don Alvaro Martín Díaz, obtuvo el primer premio en el Concurso literario de exaltación de las Fiestas del Santísimo Cristo, organizado por el Excmo. Ayuntamiento en colaboración con Radio Club Tenerife. 

Algo me dolía —en el alma, en el pensamiento—aquella noche. Me fui a La Laguna, a solas, y entré en el Cristo. No quiero decir qué me atormentaba. Tal vez se lo dijera a un cura, a un amigo íntimo, pero no lo escribo. Entré en el Cristo y me arrodillé. Como cuando era chico. Con más respeto, con más silencio. Sabía que arrodillaba mis treinta y tantos años y mi escepticismo. Pero yo miraba al Cristo, entre tantas luces, y lo miraba desde dentro de mí. Yo me entiendo. Recé, porque todavía me acuerdo del Padrenuestro. Despacio, pronunciando una a una todas las palabras. Me sabe así. Son unas palabras muy hondas. Hay que decirlas bien.

Después, como recién nacido, salí a la plaza de San Francisco. Por todos lados, la fiesta. Fritangas y coplas. Es una plaza grande, en la que cabe todo un pueblo. Y es toda de tierra, para no parecerse a ninguna otra. (Yo le pedí algo al Cristo, y se lo pedí con fuerzas)... La plaza me encandilaba, me quería atrapar en cualquier rincón. Me gustan las coplas y sé cantarlas, pero tenía ganas de estar solo. Ganas, créanme, de volver a la ermita, de estarme allí en aquel diálogo que yo sé. Pero ya salía la procesión. Venía el Cristo, tan alto, con tanta tristeza, con tanta majestad. Y pasó por mí. Y me persigné despacio. Como un hombre.

Hacía muchos años que no iba a una procesión. Los tambores marcaban el paso. (Los tambores —tan profundos, tan lentos— que vibraban como aldabonazos en mi alma). Los tambores, que se llevaban a la multitud mientras yo, sin saber qué hacer, me quedaba allí, con ganas de irme solo detrás del Cristo, rezando lo único que sé rezar. Bueno, y el Avemaría también.

Los tambores. (Todo igual que ayer, que mañana...) Y la gente amontonada, con los mismos rezos. Y yo allí, quieto. El último de todos, el que va a quedarse rezagado, a huir...

Yo le pedí algo *al Cristo, en la ermita, y le miré. Ahora le veía de espaldas. La Cruz, en la noche, traza unas líneas como súrcos, como veredas. (La gran Cruz, como un gramil que hiende líneas en el aire junto a los tejados viejos, a los verodes negros).

Por eso recuerdo cosas que aprendí de chico: "Soy El Camino"... Y me echo a andar. Los tambores me ayudan.

Voy solo. Por el centro de la calle, con los brazos cruzados sobre el pecho, como cuando hice la primera comunión. Voy solo y no rezo. Miro la Cruz y el cielo negro, que está más arriba. No rezo porque me estoy diciendo muchas cosas. Mis pasos siguen a los tambores y mis ojos no se apartan del Cristo. 

No sé cuánto tiempo ha pasado, pero ya estamos más arriba de la Catedral. La torre de la Concepción —que se me antoja una oración de piedra— se ha puesto entre la noche y el Cristo.

Todo se ha detenido. Sobre la torre estalla la pirotecnia. La Cruz se ilumina y veo al Cristo otra vez. Me siento feliz. Soy como un niño y casi le recomiendo: ¿te acordarás, Señor?...

Cuando casi tengo, de alegría, la primera lágrima, ya no estoy solo. Alguien, que está de fiesta, me ha tocado el hombro para decirme: "¿Tú por aquí?...

Ahora es otra cosa. Hay voces a mi lado. El amigo abre la marcha y le sigo, un poco abstraído todavía. "Anda, hombre"... y me va mezclando en la fiesta, en las fritangas, en las coplas. Hay un alborozo de ventorrillos. Nos contagiamos. A mi amigo y a mí, nos han salido, también, unos cantares y unas risas. Y otras gentes se nos han unido al cantar y al beber.

Pero la plaza, de pronto, se queda a oscuras. Es que regresa el Cristo a la ermita. Unas lucecillas gatean, frente a nosotros, por San Roque. Se apagan las coplas y se enciende el miedo. Un cohete pone mil lunas en el aire, y la montaña se recorta, como un milagro, sobre la oscuridad. Las tinieblas se rompen en un caos de fuego. El aire huele a pólvora y el silencio se ha hecho tronada.

No acaba el incendio ni cesa el retumbar. El cielo se va a hacer pedazos y, dentro de mí, algo me dice que hay más que coplas en la Fiesta del Cristo. 

No suenan las voces. Todo está —con el alma en un puño— como de rodillas.

Como si todo este fuego, todo este clamor de la pirotecnia fuera una oración extrahumana, un grito, un canto multitudinario, hecho trueno, con el que la tierra quiere llamar a las puertas de Dios.

El mismo grito que yo tengo por dentro. Ese grito que se me escapa, corno una resurrección, mientras mis labios, humildemente, pronuncian: Señor, Señor...

ALVARO MARTÍN DÍAZ