El ejemplo más logrado y de más relieve de Jesús glorificado en el Calvario, en Canarias, es el Cristo de La Laguna. Una imagen gótica que impregna de patetismo y de fe devocional. Redime con su poder celestial las desgracias de los laguneros y amortigua los efectos de su permanente inmoralidad pecaminosa. Es el Cristo que en la agonía de la muer­te auxilia a quienes se rebajan a humillarse ante sus pies, lavando con el agua bendita purifi­cada en sus extremidades las impurezas de la vida y remedia las desgracias individuales y colectivas. Dentro de una religión vertical, se nos muestra como el símbolo de identidad que cohesiona a sus habitantes, que le ayuda en sus aflicciones, que les libra de las plagas de la langosta, de las sequías, de las epidemias y de todos los azotes e inclemencias del tiempo. En una sociedad en la que cualquier incidencia del tiempo tiene consecuencias dramáticas para su supervivencia es el valedor que protege a la comunidad. Ésta acude a él en rogativa cuan­do la sequía pone en riesgo la cosecha, cuando la epidemia teje su manto calamitoso sobre sus calles. Es el umbral ante el que acudir cuando arrecian esas amenazas. La población, comenzando por el Cabildo lagunero lo saca en Procesión en solemne rogativa. Solo en el siglo XVIII en 18 ocasiones hubo rogativas por falta de agua en las que se sacó a su Santísi­mo Cristo. Cuando su mediación como protector de los campos y gentes de La Laguna, no tiene los efectos deseados y cuando la tragedia se presagia en el horizonte es cuando se trae a la capital a la Virgen de Candelaria, máximo símbolo de identidad de la isla y cuyo manto protector debe servir de amortiguador de la desgracia humana que se ve como azote Divino por su pecaminosidad. En ese momento nada detiene su Procesión, ni la Semana Santa ni el Corpus Christi, pese a las prohibiciones episcopales.

El Cristo de La Laguna se convierte, pues, en el símbolo de identidad de los laguneros, en su protector y mediador ante La Divinidad, en la misma medida que La Candelaria agru­pa en su devoción y simboliza a Tenerife. Pero el proceso mediante el cual asumió ese papel tiene sus raíces desde la misma conquista y desde el patronazgo que le proporcionó el Ade­lantado Fernández de Lugo. Una religión militante y guerrera que surge del trauma de la con­quista recrea y simboliza un crisol religioso nuevo en el que predomina un panteón que triun­fa sobre todo aquello que simboliza el pecado, la maldad y el infierno. En la misma medida que el Arcángel San Miguel que triunfa sobre la muerte se erige en Patrono de La Palma y de La Laguna o que Santiago Apóstol pasa de vencedor sobre los moros a triunfar sobre los indios, en la iconografía gótica que se dota La Laguna de los primeros años del XVI, el Cris­to de La Laguna es conducido con toda la carga de simbolismo al convento que el conquistador hace llamar bajo la advocación de San Miguel de las Victorias. Una religiosidad triun­fante que remedia las desgracias en el campo de batalla y que levanta iglesias a esa devoción mercedaria difundida por Andalucía que es la Virgen de los Remedios, a las que da nombre a las parroquias de la Villa de Abajo lagunera y Los Llanos de Aridane.

El Cristo de La Laguna presenta dentro de las creencias populares elementos que nos pueden ayudar a entender el desarrollo de la devoción. En primer lugar es visto con un enor­me parecido con el divino original "pues los unos han reparado que más parecérsele le falta un diente que sin duda arrancó el sayón adulador con la cruel bofetada, otros le han visto entreabrir los ojos cuando piadoso concede a los campos la lluvia bienhechora y hasta se cree que se vuelve al pueblo tras la procesión en la puerta de la capilla". En segundo lugar el cariz misterioso de sus letras, que solo puede ser interpretado como evidencia de su origen divino, como lo interpretó la Beata Catalina de San Mateo que sin verla descubrió sus claves por la revelación directa de Dios. Según sus propias palabras fue hecha por San Lucas y por man­dato de Su Majestad fue llevada por los ángeles a una cueva en Damasco hasta que la con­dujeron a Tenerife. Su madera era del árbol de la bendición, porque la bendijo en su diestra en su niñez, cuando huía a Egipto de la persecución de Herodes. Sus letras estaban impresas en un lenguaje sólo comprensible a los apóstoles, porque solo ellos tenían el don de lenguas. Fray Diego Henríquez precisa que es de madera de terebinto y que salió de las manos de tres santos: San Lucas, San José de Arimatea y San Nicodemus, que por tener presente a Cristo en las retinas pudieron reflejarlo en lo exacto de la materia. Ocultado en Damasco, donde fue fabricado, pasó a Tenerife más tarde. Las leyendas sobre su procedencia y arribo a Tenerife forman una parte esencial de su devoción en el antiguo régimen.

La festividad del Cristo de La Laguna es la de la Exaltación de la Cruz, el 14 de sep­tiembre, que conmemora el aniversario de la adoración de la cruz el día en que fue consa­grada la que encontró Santa Elena, siendo por tanto continuación de la iRvención del 3 de mayo. Fiesta de guardar en el siglo del apoteosis barroco, el XVII, entra en decadencia en la centuria siguiente, donde desaparece su obligación para convertirse en exclusiva de La Lagu­na como su fiesta patronal por antonomasia.
Su trascendencia socio-religiosa en el XVII fue de tal calibre que le lleva a la élite agra­ria lagunera a erigir en 1659 una esclavitud para monopolizar su culto y regir los destinos de su festividad conforme a sus ansias de ennoblecimiento. El Esclavo Mayor debía de sufragar sus gastos, como era tradicional en este tipo de celebraciones.

La fiesta alcanzó niveles de fastuosidad espectaculares en el siglo XVII para decaer en la segunda mitad del XVIII a medida de que las élites sociales se fueron retrayendo de asis­tir y sufragar sus gastos. Una decadencia que demuestra los cambios en su percepción por aquellos que contribuyeron a su boato para ganar el prestigio y la consideración social, y que en el XVIII, imbuidos de máximas ilustradas que veían en su aparato un símbolo de derro­che, dejaron de financiarla. La esclavitud que en sus constituciones negó todo protagonismo a los devotos cofrades y asumió en su minoritario y restringido cuerpo la dirección de la fiesta, exhibió comedias, fuegos de artificio, danzas, juegos y regocijos en la explanada del con­vento. Juan Primo de la Guerra comentaba en 1800 como todavía en su juventud acudían a la plaza de San Francisco multitudes ingentes de gente y se formaban tiendas y ferias en sus alrededores en los que había bailes, música, tapadas y disfrazados. Pero en el tránsito hacia la centuria del liberalismo, todo el esplendor se fue apagando. Llegó hasta la paralización de su esclavitud con la desamortización, que la dejó sin soporte económico de rentas, tras haberse enfriado la presencia de la oligarquía local en ella.

Pero la fiesta, a pesar de la hegemonía y el papel preponderante de la élite lagunera, traslucía también la visión que de la fiesta como catarsis colectiva y coino subversión del orden sentía el pueblo. En la mentalidad isleña el disfraz no era exclusivo del carnaval, sino era una forma de ocultar lo cotidiano durante todo el año. De ahí el protagonismo de la librea y el disfraz en las fiestas del Cristo. Y en ella una de sus más características instituciones, las tapadas de las noches y anteriores y la víspera del Cristo, que muestran la evolución del com­portamiento social en los siglos XVII y XVIII en la mujer. En el XVII y parte del XVIII eran parientes de los miembros de la esclavitud, que se distinguían por su elegante porte, sus finas maneras y costosos trajes y joyas e iban a esa fiesta para no ser conocidas y embromar, sir­viéndoles de pretexto la feria para ocultar el rostro. Más en la segunda mitad del XVIII las damas de alcurnia dejaron de acudir y fueron sustituidas por las de las clases más humildes. El Cabildo dentro de la actitud ilustrada de cerco a las costumbres populares, dictó un bando que las prohibió en 1792, que sin embargo continuaron hasta el año 1838 en que se extinguió esa costumbre.

Fiesta y existencia cotidiana son sinónimos y están estrechamente ligados. En la socie­dad del antiguo régimen, El Cristo de La Laguna fue símbolo y protector de los vecinos de La Laguna, y como tal su fiesta resume en su evolución las transformaciones en la mentali­dad y en el comportamiento social de la comunidad que le convirtió en su Patrono. De la for­ja de la identidad en el XVI a la apoteosis nobiliaria del XVII y en su reformulación y deca­dencia en el XVIII, su fiesta es testigo fiel de las transformaciones de la sociedad lagunera.

MANUEL HERNÁNDEZ GONZÁLEZ
Profesor Titular de Historia de América Universidad de La Laguna