Poco tiempo después del final de la conquista castellana de Canarias, cuando aún algunos guanches vivían en apartadas cumbres y hondonadas, la escultura de un Cristo crucificado fue desembarcada en Tenerife. Ni el carretero que debió subirla hasta La Laguna por los caminos polvorientos de una nueva civilización ni los primeros monjes franciscanos que se arrodillaron ante ella podían sospechar que ese crucificado iba a convertirse en una de las mayores devociones religiosas del archipiélago. Al contrario, para ellos, su llegada tuvo poco de extraordinario. Ni siquiera un cronista se molestó en relatar su venida a La Laguna, que era entonces un poblado de casas de barro y paja arracimadas junto a una laguna de aguas poco profundas.

Si el carretero y los monjes pudiesen viajar en el tiempo hasta el año 2012 no reconocerían el poblado. Sus casas de barro y paja desaparecieron y la laguna se secó. Y si hubiesen visto al Cristo de La Laguna antes de su reciente restauración no lo habrían reconocido, al haberse oscurecido por el paso del tiempo y las manos de muchos hombres. Incluso es posible que hasta se hubiesen asustado al verlo tan ennegrecido.

¿Por qué?

En el siglo XVI, cuando la imagen del Cristo llegó a La Laguna, el color moreno se consideraba popularmente como propio de la piel de los “moros”, es decir, los enemigos de los reinos cristianos de la Península Ibérica, mientras que el color negro se consideraba
“infausto”, es decir, triste y desgraciado. De hecho, el rey mago Baltasar durante gran parte de la historia del arte no fue representado como un hombre negro, sino blanco. Un siglo más tarde, en 1611, Sebastián de Covarrubias incluyó el significado impopular
de ambos colores en el primer diccionario general del español. Por tanto, ¿cómo es posible que el escultor del Cristo de La Laguna decidiese policromar su cuerpo de moreno y su cara de negro? Pero sobre todo, ¿cómo es posible que las laguneras y los laguneros
del siglo XVI pudiesen venerar a un Cristo con unos colores tan impopulares? La respuesta es bien sencilla: en sus orígenes el Cristo no era ni moreno ni mucho menos negro.

Recientemente, la ciencia confirmó lo que aquellos hombres y mujeres vieron con sus propios ojos. En 2009, dos expertos canarios, la historiadora del arte Margarita Rodríguez y el restaurador Pablo Amador, publicaron en la revista mexicana Encrucijada2 un clarividente informe basado  en estudios físicos y químicos de la policromía del Cristo realizados en 1999. Rodríguez y Amador concluyeron que en sus orígenes la escultura tenía “una apariencia parda clara”. Es decir, el color recuperado con la restauración.

O dicho de otro modo, un color próximo al descrito en 1612 por fray Luis de Quirós en su libro Milagros del Santísimo Cristo de La Laguna. Quirós escribió que su “color es algo moreno, como de cuerpo muerto”. En este punto resulta de gran importancia entender que no escribió
“moreno” a secas, sino que usó el adverbio “algo” para modificar el adjetivo “moreno”. Quirós pudo haber escrito “su color es totalmente moreno” pero no lo hizo. ¿Por qué?

La clave está en la segunda parte de la frase: “como de cuerpo muerto”. Para que el lector del año 1612 pudiese entender a qué clase de moreno se refería, Quirós comparó el “algo moreno” con el color de un “cuerpo muerto”. ¿Con qué objetivo? Para evitar
cualquier confusión con la piel morena del “moro” o el “infausto” negro. Quirós quiso clarificar que se refería a un Cristo pardusco y macilento, o sea, al color realista de un cuerpo muerto expuesto al sol. Y para dejarlo aún más claro añadió que el barniz del Cristo es “tan propio y fuerte, que parece carne humana”. Ese color de carne humana muerta expuesta al sol descrito por Quirós coincide con el pardo claro del informe Rodríguez-Amador y el obtenido tras la restauración. Además del color original, cabe celebrar que la restauración haya
recuperado otros detalles casi invisibles de la escultura, como las tetillas, la oreja izquierda y los dientes superiores.

En resumen, la restauración del IRPA nos ha devuelto el que debió ser el aspecto aproximado del Cristo en el siglo XVI al salir de algún taller ubicado en los Países Bajos meridionales. Ahora bien, una cuestión distinta es si la ciudadanía fue informada correctamente sobre el cambio de color que la restauración provocaría. No. Por desgracia, la desinformación fue la norma. Distintos responsables aseguraron erróneamente ante los medios de comunicación que la restauración no alteraría el color del Cristo. La ciudadanía tiene derecho a expresar su malestar y exigir responsabilidades, así como pedir la difusión pública del informe final del equipo de restauradores.

Algunos ciudadanos solicitan incluso que se devuelva al Cristo su color “devocional”, mezcla de moreno y negro. Es una reivindicación legítima que da pie a una pregunta interesante: ¿preferimos una escultura con un color cercano al original, tal y como la vieron
los hombres y las mujeres del siglo XVI, o una cuyo color “devocional” transmite el paso de quinientos años de historia? No es una pregunta fácil de responder y ambas opciones tienen parte de razón.

Quizás deberíamos recordar que a quienes iniciaron el culto al Cristo lagunero en el siglo XVI les hubiese sobrecogido verlo tan ennegrecido después de cinco siglos. Ellos veneraban a la imagen pardusca y macilenta de un Cristo que murió en la cruz para salvarlos.

_______________________________________

1 | Historiador y sociólogo. Universidad de Harvard. Correo electrónico: asantana@fas.harvard.edu
2 | Referencia al informe: http://www.esteticas.unam. mx/cactividades/actividades/ revista/revista_01.pdf