El nombre de "San Miguel de las Victorias", que es su propio nombre, sólo existe hoy en la historia o en algún documento antiguo; pues el vulgo lo designó desde luego bajo el de "San Francisco", sin duda por ser esta la casa matriz de la orden franciscana en Tenerife, y todos, grandes y pequeños, ilustrados e ignorantes, le conocen con ese nombre.

Todos los historiadores convienen en que, después de la fundación de la parroquia de la Concepción, este fué el segundo templo que se levantó en esta ciudad, el cual situaron de un modo provisional en las faldas del cerro del "Bronco", desde cuyo punto el Adelantado lo hizo trasladar al sitio que hoy ocupa. Ya hemos dejado consignado que los frailes lo cedieron a las monjas en 1547, volviendo a recuperarlo después de treinta años, en 1577.

Por lo simpática que fué siempre en España a las clases media y proletaria la orden franciscana, y por la gran devoción que desde un principio despertó en la isla la sagrada imagen del Crucificado, de que luego hablaré, adquirió muy pronto el templo del convento hermosas proporciones y valiosos adornos, y la casa negó a ser tan amplia y cómoda que mereció se le denominara Convento Grande de San Miguel de las Victorias. Los ancianos que lo recondaban deshacíanse en elogios de su magnificencia, y los antiguos inventarios de las alhajas, que todavía existen (los inventarios, se entiende, no las alhajas), dan a entender bien a las claras cuanto era el valor y riqueza de los objetos del culto.

Componíase la iglesia de casi tres naves, cuyos ábsides apoyaban en el hoy camino de la "Rua" y los pies en los del templo actual. La capilla mayor se la reservó el Adelantado para su enterramiento, y aunque no estaba terminada a su muerte, sus deudos la perfeccionaron trasladando a ella su cadáver: la colateral del Evangelio fué fundada por la familia de Lope Hernández de la Guerra; y la de la Epístola, dedicada en un principio al Cristo de la Columna y después (1755) a la Concepción de Nuestra Señora, vino a recaer su patronato en los marqueses de Acialcázar y Torrehermosa, haciéndose famosa por haberse enterrado en ella al "Ronquillo'' de Tenerife, el célebre Gallinato, de quien cuenta la conseja que hasta el cadáver tuvo buen cuidado de llevárselo el diablo. (1)

Dos accidentes de funesta trascendencia cuenta en su historia este convento y santuario.

Fué el primero el aluvión de 1713, que obligó a pasar a los religiosos, en calidad de huéspedes, al hospital de San Sebastián, y a trasladar el Santísimo Sacramento y la imagen del Crucifijo a las casas de los Condes del Valle de Salazar, lo que conmemoró esta distinguida familia haciendo retratar el santo Crucifijo y Sagrario, y dejando el retrato como titular del oratorio de las casas condales, cuyo suceso se recordaba con unas décimas del Conde de aquella fecha, escritas al pié del cuadro, y, por cierto, no muy buenas.

El segundo accidente fué más desgraciado todavía. En la noche del 28 de julio de 1810, el vecindario despertaba alarmado por el incesante clamor de las campanas que, con precipitado y aterrador tañido, hacían la señal de fuego. Cual fué el dolor de la ciudad al comprender que el edificio presa de las llamas era el convento de San Francisco, sólo los que lo presenciaron podrían explicarlo, o el que, como yo, he oído a testigos presenciales de notoria honradez y sobrada ilustración, que en su respetable ancianidad me comunicaron sus impresiones.

 

Como el incendio comenzó por el campanario, de lo que primero se apoderó fué del coro, que ocupaba el mismo local que el actual, si bien abría a la parte opuesta. De este departamento (por las tonpes disposiciones, según se dice, de ciertos mandarines que la mala suerte deparó en los primeros momentos), pasó luego a la techumbre de las naves y artesonados de las capillas, dando apenas lugar a sacar el Santísimo Sacramento y Santas Imágenes, no sin que estos sagrados objetos y sus libertadores salieran bastante chamuscados.

Grandes actos de heroicidad se llevaron a cabo en este terrible incendio por parte de los religiosos y del pueblo, para librar del destructor elemento la preciada imagen del Santísimo Cristo. No sin grave riesgo lograron sacarla ilesa por las sacristías, como asimismo el valioso altar y retablo de plata en que se le dá culto, y tan a tiempo se realizó esta peligrosa operación, que al ·poner el pie en el humbral de la puerta de la sacristía el Padre Escobar, que llevaba el Sacramento, se desplomaba a sus espaldas, con horrísono estruendo, la techumbre de la capilla mayor, cuya pérdida llorará siempre el Arte, pues, cuentan, era modelo de artesonado y delicado ensamblaje. (2)

A un testigo presencial oí referir que el acto más imponente y que más pavor infundió en este triste drama, fué la traslación que de la Santa Imágen del Cristo se hizo a la parroquia de Remedios a las tres de la madrugada, en la que iba alumbrada por las rojizas llamas que despedían los hachones de los trozos de tea que del incendio arrancaron los muchachos, procesión fatídica en que los llantos y lamentos de un pueblo consternado se oían a gran distancia.

Por fin, la aurora del nuevo día, 29 de julio, alumbró. los hu meantes escombros del convento de San Miguel de las Victorias, que, como decía el conde-poeta en sus décimas cuando la inundación, “era relicario seguro del Cristo de La Laguna”.

Si la destrucción de un edificio por causa de incendio es siempre asoladora, la triste épooa de revueltas que en el mismo año pesaba sobre la Nación, agravó el mal en este caso, y fue necesario para que se comenzara la reedificación en cuanto se serenaran los ánimos, todo el prestigio de que disfrutaba el provincial franciscano, Fr. Antonio Tejera, persona distinguidísima por sus vastos conocimientos, de simpático trato y caridad desmedida, verdadero ídolo de las clases proletarias y labradoras, y considerado y apreciado por toda la sociedad lagunera.

Este hombre esforzado, religioso de vocación verdadera, y con fervor ardiente al Santísimo Crucifijo, supo enardecer los ánimos, sacar cuantiosas limosnas y dominar a la opulenta y aristocrática Esclavitud, consiguiendo de ella vendiera mucha de su plata labrada para levantar con su producto la nueva obra, logrando que en brevísimo tiempo se fabricara el nuevo convento y que la Esclavitud hiciese a su costa la capilla provisional en que todavía se da culto a la Santa Imágen. Pero como su "desideratum" era volver a reedificar la incendiada iglesia, acopió la cantería, maderas y otros materiales, y cuando ya se disponía a dar comienzo a la obra, el restablecimiento de la Constitución de Cádiz el año 20, obligóle a disolver su amada comunidad, después de retirarse con los pocos que no abandonaron el hábito al convento de la Orotava, que fué el que a su Orden se le señaló como subsistente en la diócesis, en cumplimiento de las reales órdenes que reducían su número.

Caída la Constitución en 1823 y restablecido todo lo que las Cortes abolieron, dióse prisa el provincial franciscano en abrir este convento de su cariño, y en cuanto recibió las órdenes superiores se puso en camino en medio de sus hijos, viaje que hizo en un humilde jumento por no permitirle sus achaques y avanzada edad el verificarlo a pié como sus otros compañeros. A la noticia de su próxima llegada, conmoviéronse todas las clases sociales y salieron a su encuentro, y como a Jesús en su entrada en Jerusalen, hatiéronle palmas y ramos, pudiendo por fin colocar el Sacramento el 4 de marzo de 1824.

La Santa Imagen, que con motivo de la clausura del corvento se halbía llevado a la Catedral en la noche del 1º de julío de 1821, a solicitud de la Esclavitud, que recabó del Estado la devolución de la capilla, recuperola desde el 13 de septiembre de 1822; acto que se hizo con solemne procesión desde la iglesia de San Agustín por estar en ella el culto Catedral, a causa de que la obra del frontis del templo sede episcopal así lo exigía; pero a pesar de que el Santísimo Cristo estaba ya en su capilla desde el tiempo indicado, como el retablo se encontraba en poder de hábil depositario, que durante el tiempo que tuvo las alhajas supo hacer que desaparecieran algunas, por valor de 2.740 pesos,- hecho que no pudo excusar y cantidad de la que se declaró deudor-, la imágen fué colocada sobre almohadones en la mesa del centro de la sacristía, y allí la encontró el provincial Tejera. Este venerable anciano, anegado en llanto, abrazóse al Señor y pronunció la frase de "¡Mi Negrito!", que el pueblo no echó al viento y que todavía repite con el mismo afecto y cariño que aquel buen isleño, hijo fiel del humilde San Francisco.

Tan fuerte emoción no podía sufrirla el buen anciano sin terribles consecuencias, y junto a la Sagrada Imagen fué atacado de un accidente apoplético, anuncio de su próximo fin. Repuesto de esta primera acometida dedicose a reorganizar la provincia y a volver a poblar sus conventos; pero al enterarse de que de la cantería por él acopiada para la reedificación del incendiado templo se había incautado el Ayuntamiento, fabricando el frontis de sus casas consistoriales; que las maderas almacenadas habían sido vendidas por manos dilapiladoras y sobre todo el desengaño que le proporcionaron algunos frailes callejeros, que, resistiéndose a su llamamiento paternal, abandonaban la Orden, pidiendo su secularización, todo junto aceleró sus padecimientos, de forma que predicando el sermón de Pasión en la mañana del Viernes Santo, acto que siempre quiso realizar por sí, en el mismo púlpito fué acometido de la apoplegía que lo condujo al lecho y de éste al sepulcro en breves días; razón por la cual el célebre Fr. Gregorio, gloria del púlpito canario, y orador en sus honras funebres, -presentes el Ayuntamiento, autoridades y todo lo más escogido de la sociedad lagunense- comenzó su oración con estas palabras: "la espada desoladora de la Constitución, cegó la apreciable y útil vida del venerable difunto, que hoy lloran amargamente sus hijos, sus amigos y esta noble y leal ciudad."

Muerto este sostén poderoso y de tantos alientos, ya no se pensó más en fábrica del templo, ni en cosa de provecho para el convento ni para la provincia franciscana de Canarias; lo contrario de los vientos de la época para las comunidades religiosas y las faltas notorias de una parte del personal que en remesas mandaba a Canarias Fr. Cirilo de la Alameda y Brea, general entonces de la Orden en España, causas fueron para que la existencia de este convento fuese asaz lánguida hasta que recibió el golpe de gracia con su total extinción, incautándose o robando el Estado su casa y bienes para con ellos pagar servicios inmerecidos.

Encontrándose sin casa-cuartel el batallón de las Milicias; de esta ciudad, creyó su coronel, D. Oristdhal Salazar y Porlier, era esta la ocasión oportuna de proporcionársela, y, al efecto, pidió la casa-convento para este fin, la que le fué concedida, salvándose así de que la piqueta la demoliese o que la codicia particular la convirtiera en casa de vecindad, granja u otra cosa peor. Y, a la verdad, no era esta la primera vez que estos claustros los ocupaban militares; ya antes de haberse incendiado y habitado el convento por los religiosos, los habían cedido a la Justicia y Regimiento para depósito de prisioneros de guerra, y aún para otros usos, como la célebre prisión que en ellos se hizo de los primeros cascos de aguardiente de caña por órden de las autoridades, suceso gracioso que pone de relieve los conocimientos de aquella época.

Fué el caso que al ponerse a la venta, por primera vez, en las tabernas de la ciudad, el nuevo líquido, los devotos de Baco tanto abusaron de él, que costó la vida a dos o tres empedernidos bebedores, y achacando al aguardiente el delito de la intemperancia de las víctimas, el alcalde ordenó el comiso de las existencias y su depósito en los salones de este convento, con permiso y anuencia del Guardián; pero como la novedad de la medida, los llantos por los muertos y clamor de los bodegueros, había juntado gran número de curiosos, muchachos y gente maleante, estando repicando los frailes por una festividad, a la sazón en que en carretas y acompañados del concurso entraban en la plaza los cascos, presuntos reos, un chusco compuso la siguiente cuarteta que los chicos empezaron a cantar acto seguido:

"El aguardiente de caña
va preso "pá" San Francisco
y le repican los frailes
como si fuera el Obispo."

Bromazo que se repitió los días siguientes en cuanto los muchachos veían un fraile de cuerda. Pero a las quejas de los ofendidos puso la justicia pronto remedio, disponiendo se derramase en el barranco de la "Rua" el "líquido criminal", se quemasen los cascos y se repartiesen sendos correazos por los alguaciles y corchetes a la gente menuda, con lo cual todo quedó en paz octaviana.

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(1) En esta iglesia tenían también capilla con enterramientos los Valcárceles, pero ésta debió fabricarse después -en 1583, porque Tomasilla Justiniano, mujer de Antonio Uso de Mar, mandó en su testamento, a Argenta Justiniano, fabricase la colateral del Evangelio. En el claustro había también capillas. Por lo menos existieron la de la Oración del Huerto y la de la Concepción. porque en esta última se reunía la Vble. Orden Tercera de Penitencia

(2) En este desgraciado suceso, hasta las mujeres dieron pruebas de valor. En los primeros momentos, el contingente de hombres que dieron los vecindarios mas cercanos y las eras del Llano . (pues era la época de la trilla), se dedicaron a trabajar para ver si podían salvar el edificio, pero cuando el fuego se propagó y se decidieron a salvar objetos ya era tarde, y si las mujeres no hubieran tomado un poco antes la resolución de sacar los objetos del culto casi todos hubieran perecido; así fué que a su arrojo se debió la conservación de ornamentos, ilmágenes y muchas piezas de plata, que salvaron ardiendo ya las techumbres, como también el púlpito y las pilas de mármol del agua bendita, las que solo perdieron la última pieza de las bases porque no las pudieron desprender del mortero en que estaban asentadas.