Excmo. Sr. D. Ricardo Melchior Navarro

Excelentísimo. Sr. Alcalde y miembros de la Corporación.

Excelentísimo y Reverendísimo Sr. Obispo.

Excelentísimas e Ilustrísimas autoridades civiles, eclesiásticas y militares.

Ilustrísimo Sr. Presidente de la Junta de Hermandades y Cofradías de La Laguna.

Sr. Esclavo Mayor, Junta de Gobierno y Hermanos Esclavos de la Pontificia, Real y Venerable Esclavitud del Santísimo Cristo de La Laguna.

Distinguidas Señora y Señores.

Antes de iniciar el camino que representa el Pregón, con los nervios propios y la prevención lógica del comienzo de las cosas que entrañan mucha responsabilidad, por ir dirigidos directamente al alma de La Laguna, quiero agradecer al Señor Alcalde y a toda la Corporación por nombrarme PREGONERO.

Un gran honor y una distinción inigualables para un hombre de esta tierra por poder acceder a esta tribuna en la que hoy me encuentro para dar lectura al pregón de las Fiestas de Septiembre, esa celebración que todos los laguneros y tinerfeños dedicamos al Cristo de La Laguna. Y lo es por lo que representa y por la responsabilidad que conlleva emular a las ilustres figuras y personalidades que en ocasiones precedentes se han dirigido a este auditorio para abrir oficialmente una de las festividades más señeras del calendario isleño. Es un honor y una distinción que se acrecientan, aún más, al ser quien les habla “Esclavo del Santísimo Cristo”.

Tenerife, el conjunto de la Isla, debe mucho a La Laguna, a esta ciudad genuina y pionera que engendró el primer asentamiento de su gobierno y la población que durante siglos fue capaz de concentrar todas las referencias sociales, económicas y políticas. También, las educativas y las eclesiales, dos ámbitos en los que esta Aguere única continúa ejerciendo la capitalidad insular sin que desde ningún sector se pueda rebatir tal condición.

Fue aquí, en estos llanos pródigos en historia y fecundos en nobleza, donde hubo de decidirse la entrada de esta tierra nuestra en la modernidad, donde la casi siempre caprichosa balanza de las circunstancias debió decantarse hacia las nuevas corrientes que procedían del exterior. Ello supuso un verdadero punto de inflexión, el final de una época y de una cultura añeja y el comienzo de un tiempo y unos modos de pensar y de actuar que han determinado desde entonces nuestra existencia.

Porque quienes hoy en día habitamos esta tierra provechosa descendemos de ese encuentro entre dos mundos, de esa unión que se produjo cuando el siglo XV se disponía a retirarse al solar de la Historia y ya se abrían paso los conceptos renacentistas, luminosos y vivificantes para una sociedad que por fin abandonaba la oscuridad. Justo en ese momento fue cuando surgió La Laguna, la ciudad de San Cristóbal como dieron en denominarla sus fundadores; la de los Adelantados, como ha sido también llamada en reconocimiento a ese valor primero que indudablemente hemos de atribuirle.

A ella llegó entonces la figura del Cristo. Tallada en Flandes, representa uno de los símbolos más respetados de cuantos sirven de referencia al tinerfeño, una de esos emblemas hacia los que vuelve la mirada para confirmar la identidad que le define como miembro de una colectividad que le resulta muy propia. Es esa imagen triste y trágica en el momento de la expiración, pero grandiosa y sublime en su trascendencia divina.

Tan extraordinaria obra se debe a su pericia artística, sin duda, pero también a la fe que guiaba su quehacer. No hubiese sido posible de otra manera; sólo desde la más férrea creencia y desde la convicción de las bondades infinitas que encierra el mensaje de Jesús se es capaz de realizar una creación de esta naturaleza, esculpida para ser dedicada a difundir Su ejemplo, Su sacrificio supremo, asumido con dignidad y entrega para procurar la salvación de los hombres.

La talla, que durante mucho tiempo fue atribuida a algún injustamente anónimo maestro de la escuela sevillana, arribó a nuestras costas tras efectuar un largo recorrido que la llevó en un primer trayecto desde Amberes, o quizás desde Bruselas, donde había sido ideada y convertida en realidad, hasta Venecia, símbolo indudable en aquel entonces de los más altos extremos de grandeza artística y económica.

Desde la ciudad que baña sus palacios con el agua de la Laguna Véneta –también laguna en este caso, a modo de premonición– el Cristo que habría de inspirar los afanes de los isleños fue conducido hasta Barcelona. Allí, en la ya en aquel momento importante población catalana, permaneció el tiempo justo antes de continuar su periplo hasta la localidad gaditana de Sanlúcar de Barrameda, donde se dispensó acogida a la Imagen en la ermita de la Vera Cruz.

Poco a poco había ido cubriendo etapas en su camino hacia el que iba a convertirse en destino final, en el lugar concebido para albergarla y servir de referente que alumbrara el sentir de las gentes de bien. Había sido un recorrido ciertamente largo pero aún quedaba el último trecho, el que separaba la vieja Europa de la nueva tierra recién incorporada a los usos y costumbres de ese continente que, como decimos, despertaba por entonces de nuevo a la luz.

Fue el buen entendimiento que Fernández de Lugo mantenía con el duque de Medina Sidonia lo que decidió la venida del Cristo hasta la recién fundada capital de Tenerife, la misma a la que ya se había otorgado escudo de armas y se preparaba, además, para ejercer como ejemplo urbano de las ciudades que comenzaban a surgir en el recién descubierto continente americano.

Con su llegada a la Isla, la Santa Imagen trajo consigo todo ese cúmulo de valores que los siglos se habían encargado de ir reuniendo en la Europa que comenzaba su expansión universal. Una vez aquí, asumió la tarea de encauzar los sentimientos más hondos e intensos de aquellas personas que con su esfuerzo sentaron las bases sobre las que se sostiene actualmente nuestra sociedad.

Desde aquel primer momento, el Cristo de La Laguna despertó la admiración de todos y cada uno de sus habitantes, que lo veían como un refugio al que acudir para paliar los pesares y una inspiración para hallar solución a los contratiempos de la vida. Ya sabemos que, aunque no mueva los labios, el Cristo siempre nos habla y, en consecuencia, su mensaje en todo momento nos reconforta.

Así ha sido a lo largo de estos casi cinco siglos transcurridos, en las que muchas, innumerables, han sido las ocasiones que han visto a Su Imagen obrar el milagro de devolver la esperanza a los tinerfeños; de forma individual o colectiva. Y es que, tal y como sucede con las peticiones elevadas por cada cual, el conjunto de las gentes de esta tierra también han recurrido a El e invocado Su protección en tiempos convulsos o de penuria.

Pero no sólo nos dirigimos a nuestro Cristo cuando la necesidad nos embarga. Su figura, plena de serenidad, inspira calma de espíritu y nos invita a acudir al Santuario a rendirle visita y a orar. Incluso –todos conocemos casos– hay quienes, sin cumplir los requisitos que se supone al creyente practicante, no dudan en buscar con frecuencia el consuelo a sus inquietudes, ante la majestad que desprende el Crucificado.

Los artesanos de Flandes, que con sus magistrales manos y sus larguísimas sesiones de trabajo le han dado forma a Dios, ¿podían imaginarse la trascendencia de su trabajo cuando dieron forma al Señor de La Laguna, en su inmenso poder y su inmensa ternura? Cinco siglos después, su aspecto apesadumbrado, humano y sencillo sigue conmocionando a los fieles que, sin ser místicos, le aman y sin idolatrarle, lo veneran.

Su Imagen, extraordinaria en la vertiente piadosa, lo es también en la artística y representa, por tanto, una de las muestras fundamentales del excepcional patrimonio que posee La Laguna, celosa vigilante y protectora de los valores propios de la monumentalidad en nuestra tierra.

Ambos pilares, el Cristo y las nobles edificaciones laguneras, componen una imagen única cada vez que en Semana Santa, o durante las Fiestas de Septiembre, Su figura efectúa un recorrido procesional por esas calles largas, rectas y evocadoras de los más hondos sentimientos.

Esas calles laguneras son vías jalonadas por inmuebles únicos en cuyas fachadas y estancias –a medida que se van sucediendo– se nos hace posible interpretar el devenir isleño desde aquellos tiempos pretéritos en los que el Cristo arribó a la Isla hasta prácticamente los que nos ha tocado vivir. En un ambiente tan emocionante no resulta arduo en modo alguno intentar concebir las vivencias de tantas personas que con anterioridad a nosotros pudieron regalarse con la contemplación de ese tesoro. Todas ellas contribuyeron en cierta manera a modelar el carácter lagunero, sobrio, alegre, ingenioso; muy genuino.

Todas ellas también tuvieron la oportunidad de apreciar la singularidad de los edificios que ennoblecen el trazado de la ciudad, como ocurre en primera instancia con el Instituto de Canarias-Cabrera Pinto, antiguo convento agustino y cuna de tantos saberes, en el que numerosos isleños a lo largo del tiempo se acercaron al conocimiento. En nuestros días, por fortuna, este centro nos ofrece una imagen renovada y adaptada a unos usos siempre ligados a la cultura, gracias a la actuación emprendida conjuntamente por administraciones como el Cabildo Insular. En un futuro que deseamos cercano el recinto que ocupó su iglesia se verá igualmente recuperado, tras discurrir décadas como testimonio de una desgracia conmovedora.

Ese común esfuerzo restaurador ha sido puesto igualmente de manifiesto en otros muchos ejemplos del patrimonio mueble e inmueble, desde la certeza y el convencimiento de cumplir con una obligación, no sólo moral sino realmente histórica. Esa es la contribución que nos corresponde a quienes hemos recibido en herencia una riqueza que debemos preservar y cuidar para transmitirla a nuestros sucesores, quienes también podrán encontrar ahí la fuentes de su identidad.

Un ejemplo evidente de esa forma de proceder lo vemos en el Palacio Episcopal, la antigua Casa Salazar, felizmente recuperada tras el devastador incendio que hace poco más de tres años estremeció los corazones de los tinerfeños. El pesar por tan adverso acontecimiento se ha tornado al fin en alegría ante la consecución de unas obras en cuya realización se ha empeñado la sociedad en su conjunto, que no ha dudado en ningún momento de la trascendencia del proyecto. Escasas fechas atrás, gracias a Dios, pudimos compartir la felicidad por la reconstrucción, durante el acto de reapertura de un inmueble que refleja como pocos la esencia de La Laguna y de Tenerife.

Estamos convencidos de que el Santísimo Cristo se verá confortado al contemplar el renovado edificio cuando en apenas unos días a partir de ahora efectúe su tradicional itinerario por las calles de Aguere, que le llevará unos metros más allá hasta el Palacio de Lercaro, la sede del Museo de Historia y Antropología de Tenerife. Este centro, también rehabilitado por completo en su momento, alberga el testimonio del acontecer isleño y describe desde sus vitrinas los avatares que han marcado la vida tinerfeña, los hechos mundanos y relevantes, que todos ellos componen la realidad de la Isla y de sus habitantes. Junto a este emblemático edificio surge el Centro de Documentación de Canarias y América, cuya creación era una deuda que los isleños habíamos contraído con nosotros mismos y con nuestros hermanos del otro lado del mar.

Eso es lo que ha sucedido también con la Casa de los Jesuitas, ubicada en las cercanías, que hoy en día alberga a la Real Sociedad Económica de Amigos del País, una institución señera cuya trascendencia en la sociedad lagunera, tinerfeña y canaria está reflejada en las páginas de nuestra historia. Entre sus paredes, igualmente, dio sus primeros pasos, nada menos, la Universidad de La Laguna, nuestro principal centro docente y una de las señas que esta ciudad ilustre puede esgrimir como más identificativas de su vocación impulsora.

Ese edificio se une a otros de similar naturaleza, como la Casa Montañés, sede del Consejo Consultivo de Canarias, o la Casa de Ossuna, que acoge al Instituto de Estudios Canarios, otra de las entidades cuya trayectoria ha contribuido cada día a engrandecer el nombre de esta ciudad culta y siempre abierta a las corrientes de pensamiento más vanguardistas.

Ahí está para demostrarlo la tertulia de Nava, promovida por los marqueses de Villanueva del Prado, que contaba entre sus miembros con la figura insigne de Viera y Clavijo y tantas otras personalidades que convirtieron a La Laguna en verdadera fuente de la que manaban las ideas de la Ilustración. Su carácter pionero alcanza un ámbito que excede la realidad meramente insular y se extiende al conjunto de los territorios españoles. Tal es el relieve alcanzado por aquellos encuentros que se celebraban en ese palacio que en la actualidad continúa dignificando la Plaza de Abajo.

Una virtud semejante comparte otro inmueble asimismo propio de esa herencia grandiosa que nos ha legado el devenir lagunero, como es el antiguo Hospital de Dolores. En su interior fueron aliviados muchos males y hallaron consuelo también no menos pesares a lo largo de una época ya alejada del presente, que, tras la correspondiente adaptación, ha querido dedicar sus salas a la expansión de la cultura y del conocimiento.

Porque son cuantiosas y destacadas las muestras que componen el patrimonio monumental de Aguere, esos ejemplos de arquitectura isleña que se honran cuando el Cristo, acompañado por la piedad y el recogimiento de los fieles, va efectuando su marcha solemne ante sus fachadas.

Como las del Consistorio, que se asienta sobre un conglomerado de inmuebles que por sí solos podrían describir un enjundioso tratado sobre la historia de La Laguna.

El propio Ayuntamiento, la Alhóndiga, la casa del Corregidor y la de los Capitanes representan en la ciudad otro ejemplo más de la vitalidad que pueden alcanzar las edificaciones concebidas en siglos pasados y adaptadas para acoger actividades diversas en función de las circunstancias.

Porque La Laguna ha sabido asumir en cada momento la modernidad propia de las comunidades activas y resueltas en su camino hacia el futuro.

Y todo ello sin dejar de alimentar su espíritu ancestral y piadoso, verdadero referente de su nobleza.

Ahí están para refrendarlo los notables inmuebles religiosos que conviven con los de naturaleza laica en un casco urbano que rezuma arte y memoria. Ese es el caso de los conventos de Santa Clara y de Santa Catalina, hogares de entrega a la causa de la fe, de devoción e, incluso, de misticismo, como nos revela el legado de la Sierva de Dios. En ellos también se ha hecho patente en algún momento la labor restauradora con la que se pretende conservar la monumentalidad lagunera, como ha ocurrido en el también antiguo convento de Santo Domingo, recuperado felizmente para la cultura.

Ya hemos reflejado que La Laguna es capital religiosa y, como tal, concentra los afanes espirituales de las gentes de esta tierra, que encuentran cobijo para sus plegarias en los templos de la ciudad, desde las ermitas hasta las iglesias mayores, como la de Nuestra Señora de la Concepción y, por supuesto, la Catedral. Ambas se constituyen como veraces testigos del acontecer lagunero y tinerfeño y ambas, también, han sufrido los avatares del tiempo y han mostrado la necesidad irrenunciable de su rehabilitación.

Si en el caso de la parroquia matriz las demandas surgidas en décadas pasadas fueron satisfactoriamente atendidas, no podemos exhibir en la actualidad la misma complacencia al referirnos a la sede de la Diócesis Nivariense. No obstante, ello no va ser obstáculo suficiente para que entre todos logremos ver cubiertas nuestras peticiones, porque La Laguna y Tenerife lo merecen.

Desde la mayor parte de todos esos emplazamientos se hace factible contemplar la serena majestad del Cristo en su tránsito ciudadano, cuando abandona por unas horas –o por unas jornadas– su propia casa, el Santuario en el que reside, y recibe el homenaje de un pueblo que le tributa una profunda devoción.

La Laguna se echa a la calle para verte, para llorarte y para rezarte. Es la imagen de Dios que el lagunero reza, a veces simplemente contemplando piadosamente.

Los laguneros te esperan en las calles, en cada esquina. Tú, Señor, miras a tus hijos y ellos mirándote se encuentran consigo mismo.

Otro año más, como cada año, se hacen presentes esos sentimientos que poseemos escondidos en lo más íntimo y se nos han transmitido de generación en generación hasta adueñarse totalmente de nosotros.

Silencio La Laguna… cuando decenas de miles de personas se suman para acompañarte en la procesión de la madrugada del Viernes Santo.

Son momentos en los que se pueden articular palabras.

Silencio La Laguna… porque así es como tu Cristo te está hablando.

Año tras año, La Laguna lleva siglos expresando su identidad con las dos salidas anuales del Cristo de su Santuario. De tal manera que, si no lo celebráramos como lo hacemos, no sería, sin duda, La Laguna como es.

Esa Laguna sosegada que plasma en versos el poeta Fernando García Ramos, quien generosamente dejó en mi buzón estos bellos pasajes:

Despliega La Laguna su armonía en el amplio fulgor de la alborada…

Por campana feliz es anunciada la fiesta inaugural del mediodía.

¡Qué alboroto de luz, qué algarabía, en la serena plaza serenada!

De pronto, entró en calor la noche helada, se inundó de color y de alegría.

Bajo el velo sutil de la neblina, en honda ensoñación adormilada reposa La Laguna, sosegada.

Igual que aquella barca peregrina se quedó en tierra adentro embarrancada pero siempre del mar enamorada.

También el Santuario va a ser convenientemente restaurado en un futuro cercano porque así lo exigen nuestra fe y nuestro compromiso con la Isla.

Y, asimismo, nuestro deber con su patrimonio, en el que, a la vez que todos esos bienes inmuebles y su excepcional contenido artístico, se inscriben las celebraciones que el tiempo ha convertido en tradición. La Semana Santa y estas Fiestas de Septiembre que hoy nos conceden el honor de su apertura representan, junto a la Romería de San Benito, unas citas ineludibles con el recogimiento y el fervor y, al propio tiempo, con la alegría y el regocijo.

Cabría afirmar, entonces, que las Fiestas del Cristo son la síntesis del alma lagunera, piadosa y festiva a un tiempo e invariablemente presta a cumplir con el requisito que demanda la tradición.

En ella se dan cita los valores más auténticos y a ella acude la gente del interior, los laguneros de todos los pueblos y barrios que componen este municipio heterogéneo pero al tiempo singular. Todos tienen la oportunidad de asistir a las exposiciones y tradicionales concursos y arrastres de ganado, las carreras de sortijas, las luchadas y, en general, a esas citas ineludibles con el alma de la fiesta, presidida por la alegría y el sonar del timplillo y las coplas de las parrandas. Eso ha sido así desde los tiempos en que la Plaza del Cristo no ofrecía más pavimento que la propia tierra, en la que, cuando llovía, los charcos contribuían a dar un atractivo más a los andares entre un ventorrillo y otro o entre los siempre sugerentes puestos de turrón.

Es ese acervo el que se ha ido conformando con el transcurrir de los siglos y el que nos liga con el pasado, con esa historia protagonizada por quienes nos antecedieron y supieron transmitir a sus sucesores los valores que definen su identidad como pueblo.

Todos somos conscientes de que el Cristo siempre está ahí, dispuesto a escucharnos y a atender nuestra súplica, y que su figura en todo momento despierta emociones y vivifica el ánimo. No obstante, es al respirar el aire de las calles y plazas laguneras cuando más intensas se vuelven las sensaciones. En septiembre, con el estruendo y el fragor de los fuegos, anunciadores de la fiesta a la que cada uno está invitado; en Semana Santa, con el silencio provocado por la pena que acompaña al Crucificado.

Es en esos momentos cuando se manifiesta en su mayor dimensión la fe y la fidelidad del pueblo hacia su Cristo, al que sigue en su recorrido excitado por la emotividad y la cercanía de uno de sus símbolos más preclaros. Es esa una condición que comparte con la Virgen de Candelaria, la otra figura distintiva en que se reconoce el ser tinerfeño, la Patrona de todos los canarios. Su Imagen, que precisamente no hace mucho rindió una nueva visita a esta cinco veces centenaria ciudad, despierta similares sentimientos a los que motiva la de Su Hijo y ambas son concebidas como los dos pilares fundamentales sobre los que se sustentan las devociones isleñas.

Ese mismo sentir, estamos seguros, fue el que animó los afanes de José de Anchieta. El evangelizador fue y seguirá siendo siempre modelo de entrega a su fe, una creencia seguramente alimentada en sus primeros años con la contemplación de la Imagen del Cristo, a cuyo servicio destinó el resto de su vida para difundir Su mensaje y seguir Su ejemplo de dedicación a los demás. Es ese mismo Crucificado el que lleva a la Esclavitud –nacida como cofradía– a orientar sus esfuerzos y a encontrar su razón de ser. Ya en su denominación se refleja con nitidez cuál es Invierno en La Laguna, la disposición de sus miembros hacia la Imagen y su divino significado, una aptitud definida por la entrega plena, sin concesiones, a preservar el culto y la devoción debida a la figura que representa la espiritualidad lagunera.

Durante siglos, los sucesivos integrantes de esta venerable entidad –a la que me honro en pertenecer– han sido capaces de guardar el rito y de transmitir las emociones que despierta el Cristo con un empeño y una dedicación admirables, lo que ya hace más de cien años fue reconocido por el papa Pío X cuando le concedió el título de Pontificia. Ese reconocimiento se añadió al de Real, que poco tiempo antes le había sido otorgado por Alfonso XIII, escasos meses después de haber acudido a orar ante la Santa Imagen durante la visita que efectuó a la Isla, primera además que un monarca realizaba.

El libro de honor que abrió entonces el Rey fue enriquecido posteriormente con los mensajes de puño y letra dejados por su hijo Don Juan de Borbón y, ya en fechas más recientes, por Don Juan Carlos I y Doña Sofía, quienes apenas tres años atrás quisieron rememorar la histórica

presencia de su abuelo exactamente un siglo antes. Junto a tan ilustres personalidades, han sido innumerables los visitantes foráneos que han querido acudir al Santuario para sentir en su propio ser esa paz interior que despierta la contemplación de la Imagen del Hijo de Dios en su

Santuario.

Es ese el templo que se levanta en una parte del solar que fue ocupado por el original convento de San Miguel de las Victorias, mandado a erigir por el propio Adelantado y víctima de la adversidad en diferentes ocasiones a lo largo de su historia. No obstante, ni los fenómenos meteorológicos ni el fuego fueron reveses suficientes para doblegar la voluntad férrea de sostener el inmueble, desde el que se rinde honores al Cristo.

En consecuencia, en cada caso se emprendió y concluyó la correspondiente reconstrucción.

El pueblo lagunero hubo entonces de dejar constancia de su devoción y de su cercanía a la comunidad franciscana que desde el primer momento asumió la tarea de regir el convento. Es el mismo aprecio que tradicionalmente se ha dispensado al Regimiento de Artillería que guarda el hogar del Cristo y le proporciona escolta cada vez que el calendario fija que lo abandone para reconocer Su ciudad.

El Cristo, por su parte, auxilia y cuida a los soldados, como sucedió en el conocido hecho acaecido durante el conflicto de Marruecos, en los años veinte del pasado siglo, cuando una batería puesta bajo su protección regresó a la Isla con todos sus componentes sanos y salvos tras haber librado nada menos que diecisiete combates. Es uno más de esos milagros que reconocemos en esa figura que nos envuelve con su grandeza y que aviva nuestra vida.

El Cristo de La Laguna representa también el refugio de nuestra esperanza en un futuro venturoso, en una Isla en la que reine la estabilidad, la prosperidad y la armonía. Esa es la petición que le elevamos y estamos convencidos de que será debidamente satisfecha. En ello confiamos y para ello disponemos también del concurso de un pueblo amante de sus tradiciones y defensor de su identidad, de los valores de una tierra que es la razón de su existencia y el objeto de sus afanes.

Y ya el Pregón, también tiene que entrar en el Templo de su silencio y recuerdo.

Pero antes de finalizar quiero dirigirme a los niños y niñas de Aguere, porque aunque con sus ojos les parezca que Cristo está muerto, cuando sean adultos, e incluso Pregoneros del Cristo, proclamen a Jesucristo VIVO Y RESUCITADO. Aunque sus labios no se muevan, el Cristo les hablará. Hagan lo que él les diga.

A todos sólo me queda transmitirles mi profundo agradecimiento, sobre todo por la benevolencia y generosidad. Desearles unas felices y venturosas Fiestas del Cristo.

Y a ti, Cristo de La Laguna, solo me queda decirte: “Ven Señor Jesús” para darnos el mejor PREGÓN de todos, porque “solo tú tienes palabras de Vida Eterna”.

He dicho.

Muchas gracias a todos.